jueves, 4 de marzo de 2010

El imperio de la familia Sánchez Navarro



El imperio de la familia Sánchez Navarro, 1765-1867


Fernando Gracia García



Charles H. Harris III, de la Universidad Estatal de Nuevo México, publicó en inglés, en el año de 1975, El imperio de la familia Sánchez Navarro 1765-1867. El libro ocupó muy pronto un lugar destacado en la historiografía regional, pero hubo que esperar hasta 1989 para la edición en español. Al paso del tiempo ya estaba totalmente agotado, por lo que la SEPC decidió apoyar a la Sociedad Monclovense de Historia en esta edición de septiembre de 2002.
Harris III analiza el desenvolvimiento de una familia coahuilense a lo largo de cien años y el sentido práctico de sus integrantes para acumular tierras y alcanzar éxito en los negocios. De hecho, la familia Sánchez Navarro logró conformar, al final de la Colonia y durante la transición de México a nación, un latifundio de 7.5 millones de hectáreas que incluía 17 haciendas y muchas estancias para ganado. La enorme propiedad, en ese entonces una de las más grandes de América, se concentraba en torno a Monclova, pero algunas haciendas se extendían por el norte hasta El Nacimiento y San Juan de Sabinas, y por el sur, hasta Bonanza, en el actual estado de Zacatecas. Lo curioso de ese “imperio” familiar es que lo inició el cura de Monclova don José Miguel Sánchez Navarro, quien durante 50 años se dedicó a integrar las tierras del enorme latifundio coahuilense y a fomentar la cría de ovejas. Pronto se alcanzó un alto índice de producción de maíz y se logró entrar al mercado nacional de la lana, la mayor fuente de ingresos del latifundio.


De los trabajadores que se ocupaban en las haciendas y estancias de los Sánchez Navarro, unos eran de tiempo completo y otros de temporada. En cualquier caso, la mano de obra era escasa en el septentrión novohispano, y hubo que adoptar el sistema laboral del peonaje por deudas: los peones quedaban sujetos al patrón hasta que cumplieran el pago de las deudas adquiridas. Aunque había una mayor demanda de peones en tiempos de siembra y de recolección, los desocupados seguían recibiendo bienes a crédito durante el resto del año y, en consecuencia, nunca podían reducir la deuda contraída con los patrones.


Apunta Harris III que las sequías y los continuos ataques de los apaches originaban grandes pérdidas en el latifundio coahuilense y, sobre todo, diezmaban el ganado, pilar fundamental de la economía familiar. Al respecto, los Sánchez Navarro idearon planteamientos adecuados y adoptaron medidas de protección con los que pudieron solventar esos inconvenientes y lograr, incluso, mandar sus ovejas hasta San Miguel el Grande y la ciudad de México. Pronto pudieron entrar al gran negocio de la lana, con un mercado importante en Saltillo que era atendido por algún pariente próximo. En realidad, sin embargo, la tienda de Monclova era el cuartel general del emporio comercial: se importaban tejidos baratos del centro del virreinato con el fin de vestir a los propios peones o a los de otras haciendas de la región; ahí acudían a surtirse los mayordomos del Marquesado de Aguayo y los de los Vázquez Borrego, entre otros. Habitualmente las operaciones eran a crédito y los clientes debían llegar a Monclova de manera periódica para saldar sus cuentas. También se abastecían allí los capitanes de los presidios militares y los frailes de las misiones de Coahuila.


Hasta el movimiento de Independencia de México, los Sánchez Navarro, seguros del prestigio eclesiástico del cura don José Miguel, prefirieron mantenerse al margen de la política. No fue así a la hora del alzamiento de Hidalgo, pues en ese momento don José Melchor Sánchez Navarro era alcalde de Saltillo y la familia se vio obligada a tomar partido: así, tras la toma de la villa por el ejército insurgente, el tesorero municipal, don Manuel Royuela, un pariente cercano, llegó a convertirse en el agente principal de la contrarrevolución. A la postre, los vaivenes políticos llevarían a los Sánchez Navarro a intervenir de manera más decidida en la vida nacional de México, más allá del nivel puramente regional.

Hay que insistir en lo anunciado en el título del libro: no es el estudio de un solo hacendado sino de un clan poderoso cuyos integrantes colaboraron en los distintos negocios del imperio familiar. En ese sentido Charles H. Harris III cuestiona algunas de las generalizaciones implícitas en el mito de la hacienda norteña acerca de un terrateniente, generalmente ausente de sus propiedades, cuyo máximo objetivo en la vida es mantener a toda costa su prestigio ante la alta sociedad residente en la ciudad de México. Al contrario, la gran capacidad para negociar y hacer dinero parece ser un signo de familia, algo no común entre los terratenientes de la época.


Un apoyo imprescindible a la hora de elaborar esta historia familiar ha sido la documentación existente en el archivo de la Universidad de Texas: unas 75 000 páginas de cartas personales; de reportes e inventarios sobre las haciendas del gran latifundio coahuilense; de testamentos, escrituras y distintos procesos judiciales entablados por los Sánchez Navarro durante el período de estudio. En esto Harris III se ajustó al patrón de centrar la atención en grandes propiedades sobre las que hay abundante documentación. Con todo, es posible leer entre líneas su libro y detectar que el latifundio coahuilense no se dio en un absoluto vacío rural, sino que al lado de esa enorme propiedad familiar también existían las tierras comunales de los indígenas congregados en las misiones, las de los tlaxcaltecas, las pequeñas propiedades de los granjeros y los espacios inmensos ocupados sólo por indígenas hostiles a la colonización territorial.

Por la amplitud de los sucesos relatados, Harris III prefirió dar un tratamiento cronológico a su trabajo. También escogió una forma inteligente de organizar su relato estableciendo un paralelismo entre las distintas actividades del clan familiar y el incremento de la propiedad hacendaria de los Sánchez Navarro. Su decisión de repetir los mismos tópicos en ambas partes del trabajo le permitió ofrecer un análisis muy detallado de cómo se fue construyendo ese imperio económico. Eso mismo obliga a realizar una lectura más atenta del libro con el fin de detectar los cambios operados durante los años comprendidos en el estudio.


Es necesario señalarlo una vez más: el libro de Charles H. Harris III ocupa un lugar prominente en la historiografía regional. Su lectura se recomienda en primer término a los aficionados a la historia; pero cualquier lector podrá disfrutar de la forma en que el autor revive situaciones cotidianas de una sociedad que no resulta del todo extraña pese al paso del tiempo. Además, la historia de esa familia coahuilense nos llega en una buena traducción de Carlos E. Guajardo. En suma, se trata de un libro bien escrito e interesante desde el punto de vista narrativo.

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El imperio de la familia Sánchez Navarro 1765-1867 ( A mexican family empire, the latifundio of Sánchez Navarro) de Charles H. Harris III. Traductor: Carlos E. Guajardo. Editorial: Sociedad Monclovense de Historia, A.C. Primera edición, 1975. Tercera edición, 2002. 495 págs.


[Lecturas 1. Mayo-agosto de 2003]

miércoles, 3 de marzo de 2010

La ignorancia


La ignorancia




Jesús Guerra



Fue una grata y misteriosa sorpresa el hecho de que el escritor checo Milan Kundera decidiera que la primera edición de su más reciente novela, La ignorancia, se publicara en España —es decir, en español—. Según las notas aparecidas en prensa, Kundera dijo que así lo deseaba debido a que la idea original de su novela se le ocurrió mientras viajaba por ese país. Es posible que así fuese, pero por supuesto las especulaciones francesas estuvieron más encaminadas a suponer algún mensaje de Kundera a sus editores galos. Pero bueno, ésa es sólo una curiosidad, que por cierto nos permitió leer la novela, también en México, antes que en muchos otros países (estamos hablando de un libro publicado en el 2000).


Kundera tiene muchos años viviendo en Francia. Emigró de Checoslovaquia por motivos políticos. Cuando se marchó ya era un escritor prohibido. Se instaló en Francia en donde escribía en checo, y del original se hacía la traducción al francés, lengua en la que aparecían las primeras ediciones de sus obras. Luego, hace algunos años, comenzó a escribir directamente en francés. Este cambio de idioma es sumamente difícil para los escritores, el caso del filósofo rumano Emile Cioran es famoso al respecto; él también se fue a vivir a París y al cabo de un tiempo empezó a escribir sus libros en francés. Lo sorprendente es que Cioran logró ser considerado como uno de los mejores estilistas de la lengua adoptiva. Si es cierto, como lo dicen muchos escritores, que la verdadera patria de un escritor es el idioma, entonces adoptar la nueva lengua (o quizá ser adoptado por ella) es la verdadera emigración.

Y es la emigración, o una variación, el regreso al país natal, el tema de la más reciente novela de Kundera, La ignorancia, la cual nos narra dos historias que se entretejen: la de Irena y la de Josef. Irena se fue con su marido y sus dos hijas pequeñas a París; Josef se fue solo a Copenhague. Luego de 20 años de exilio, en el que batallaron a veces con desesperación para adaptarse, para hacer de su nuevo lugar de residencia su hogar, se encuentran con que la realidad, otra vez, ha superado a la imaginación y, sin que nadie lo esperase, ha hecho que el comunismo desaparezca de su país de origen de la noche a la mañana (“¿Te has fijado —le dice una conocida checa a Irena— en cómo la burguesía, después de cuarenta años de comunismo, se ha recuperado en pocos días?”). Y las nuevas circunstancias les proponen una nueva disyuntiva a quienes se marcharon: ¿deben regresar? ¿Por qué deben hacerlo?

Es Irena quien más habla y piensa acerca de las actitudes de los franceses frente a los exiliados (y es fácil de comprender, pues eso es lo que Kundera ha vivido en sus también 20 años de exilio, aproximadamente). En una conversación con Josef, Irena le dice: “A los franceses, ¿sabes?, les da igual la experiencia. Los juicios, allá, priman sobre la experiencia. Cuando llegamos les dio igual saber cosas sobre nosotros. Ya sabían que el estalinismo era un mal y la emigración una tragedia. No les interesaba lo que pensábamos, lo que les interesaba de nosotros era que fuéramos la prueba viviente de lo que ellos pensaban. Por eso se volcaban con nosotros y se sentían orgullosos de hacerlo. Cuando un día se desmoronó el comunismo, fijaron en mí una mirada indagadora. Y entonces algo se estropeó. No me porté como ellos esperaban de mí. (...) En realidad me habían ayudado mucho. Habían visto en mí el sufrimiento de una emigrada. Luego llegó la hora en que debía confirmar ese sufrimiento mediante la alegría del regreso. Pero no obtuvieron esa confirmación. Se sintieron burlados. Y yo también, porque entretanto había creído que me querían por mí misma y no por mi sufrimiento” (pp. 172-173).


Si la partida a un país ajeno es difícil, el regreso, nos lo dice Kundera en esta novela, no lo es menos. Porque a pesar de que la tierra propia le es familiar al emigrante, al volver se da cuenta de una obviedad: el presenta ya no es el pasado. Todo ha cambiado. A Josef le choca el nuevo acento que los hablantes de su lengua han adoptado. Se usan palabras que él no conoce. Los amigos, por supuesto, han envejecido. Y lo que debería de ser un feliz regreso al hogar (“la gran magia del regreso”, p. 11) se transforma en una indagación acerca de los diversos pasados y los variados presentes, en una exploración para reconocer la casa y descubrir que el verdadero hogar se encuentra allá en donde se vive en la actualidad. “¿Mi ciudad? Praga ya no es mi ciudad” (p. 30). Como ya es costumbre de Kundera, con este peculiar estilo suyo, no sólo nos narra las historias de sus personajes, sino que nos cuenta anécdotas y entremezcla pequeños ensayos acerca de los temas de los que escribe, asocia y nos abre la puerta para nuestras propias asociaciones. Tiene, además, un tema central que ejemplifica con un mito central. En La ignorancia el tema es el regreso y el mito es el de Ulises. No sólo Josef lee La odisea mientras vaga en su viaje exploratorio, sino que el propio Kundera, como autor, o el narrador, si se prefiere, comenta y desmenuza la experiencia de Ulises. “La gigantesca escoba invisible que transforma, desfigura, borra paisajes, viene trabajando desde hace milenios, pero sus movimientos, antes lentos, apenas perceptibles, se han acelerado de tal manera que me pregunto si La odisea sería hoy concebible. ¿Pertenece aún a nuestra época la epopeya del regreso?”


El estilo de Kundera y su diáfana inteligencia siguen presentes en esta obra. Quizá, desde que cambió al francés, su prosa se ha vuelto un tanto esquemática. Es claro que el proceso de escritura debe de ser más lento y penoso al redactar en una lengua ajena. Sus libros son más breves, también. Es cierto que hay una tendencia generalizada a opinar que las obras de este autor magistral, después de La insoportable levedad del ser, son “menores”. Y quizá lo sean, pero en ese caso son obras menores magistrales.

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El autor
Milan Kundera nació en Brno, Bohemia (República Checa), en 1929. Es autor de las novelas: La broma (1965), La vida está en otra parte (1969), La despedida (1975), El libro de la risa y el olvido (1978), La insoportable levedad del ser (1984; llevada al cine en 1988 por Philip Kaufman), La inmortalidad (1990), La lentitud (1994), La identidad (1996). Además: El libro de los amores ridículos (cuentos, 1968), Jacques y su amo (teatro, 1981), El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (ensayo, 1995), El telón, ensayo en siete partes (2005) y Un encuentro (ensayo, 2009).


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La ignorancia. Milan Kundera. Editorial Tusquets. Primera edición en México, abril del 2000. Traducción de Beatriz de Moura. 199 págs.


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Ver también:




[Lecturas 1. Mayo-agosto de 2003]

jueves, 4 de febrero de 2010

Ensayo sobre la ceguera




Ensayo sobre la ceguera


Laura Isabel González


Cuando lees por primera vez a un escritor y descubres con placer que su manera de contar es notablemente diferente a cuanto habías leído, y que su argumentación te conduce de manera objetiva por las ideas y principios universales, agradeces sinceramente a quien te lo recomendó.


Siempre había tenido curiosidad por leer a Saramago, recuerdo el revuelo que causó cuando se publicó su Evangelio según Jesucristo, y cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura. Un día comenté esa inquietud y una amiga —qué buenos los amigos que prestan sus libros— me lo facilitó. El texto me atrapó desde la primera línea, sin embargo, no me atrevería aún a comentarlo.


Desde luego, lo compré porque me dispuse a iniciar un largo diálogo con Saramago, con sus cuestionamientos y observaciones de tipo psicológico, filosófico, moral, religioso y ético. Adquirí, además, Ensayo sobre la ceguera, la primera de una trilogía que componen también Todos los nombres y La caverna, en los que según el autor, en declaraciones hechas al diario El País el 10 de marzo de 2001, busca plasmar el devenir de un mundo que absorbe, devora y olvida a los hombres, sus vidas, sus historias, su historia.


La lectura de Ensayo sobre la ceguera fue intensa, inicia con un suceso trágico que le acontece a un hombre, habitante de una ciudad cualquiera, transitando por una calle llena de gente sin nombre, sin tiempo para conocer la tragedia del tipo que está deteniendo el tráfico porque repentinamente se ha quedado ciego; ahí, en su auto, parado momentáneamente por la luz roja del semáforo, se ve invadido por una luz blanquecina, lechosa, que lo hace gritar y pedir ayuda. Es el primer ciego, y así se le llamará en toda la novela, no tiene nombre, como no lo tienen tampoco los demás personajes que formarán el primer grupo de contagiados, los que tienen relación directa con él: un ladrón que, compadecido, se ofrece a llevarlo a su casa, sus respectivas esposas, el taxista que lo lleva con el médico oftalmólogo y los pacientes que estaban en ese momento en la sala de espera: la chica de las gafas oscuras, el niño estrábico, el viejo de la venda negra, y ellos a su vez a sus respectivas relaciones. La ceguera blanca se esparce inexplicablemente sin respetar edad, condición social o económica, como una plaga. El terror se apodera de quien va perdiendo la vista, el miedo y la angustia son patentes a medida que va aumentando el número de ciegos; cada vez son más los contagiados, ya no tienen quién los cuide porque los sanos no se quieren arriesgar, la situación se vuelve caótica, es apocalíptico lo que sucederá en la ciudad que inventa Saramago donde todos se irán quedando ciegos. Y la manera de narrarlo es genial, palabra y pensamiento se funden y las descripciones, remembranzas, reflexiones y diálogos de los personajes fluyen en un ritmo perfecto, el ritmo del pensamiento del creador que lleva al lector a recorrer ese mundo de habitantes ciegos.


Como no hay explicación médica a tal ceguera y a tal contagio, la autoridad velará por el resto de la ciudadanía y resuelve declarar la segregación de los enfermos en un lugar aislado, custodiado por soldados aterrorizados que tienen órdenes de disparar a quien intente salir del confinamiento brutal. La peste amenaza la estabilidad del Estado y justifica el sacrificio de los contagiados en pos del bien común. El discurso es aberrante.


Con esta historia, el autor ha logrado una brillante alegoría que logra describir la realidad de la sinrazón en que vivimos actualmente, porque la vista es una metáfora de la razón. El miedo que ciega, la sensación de abandono, el sufrimiento por la invalidez, por la soledad, describen al hombre moderno que sin ser ciego actúa como tal.


¿Quién ayudará a los ciegos de Saramago a encontrar las camas o los baños o los lugares y las cosas que hacen posible la convivencia humana? Hay una mujer, la esposa del médico, la heroína que puede ver el dolor de todos. Ella no se queda ciega porque no tuvo miedo de que tal cosa ocurriera, “Habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás”; la mujer se subió a la ambulancia y mintió para acompañar a su marido por solidaridad y creo que, por qué no, por amor. Un sentimiento humano que salva porque guía, atiende y alienta.


Gracias a la mujer del médico, el lector sentirá la gran falta que hace el sentido de la vista, verá la degradación de la conducta humana, escuchará los llantos de impotencia y de coraje, olerá la inmundicia que se irá acumulando, los desechos que el cuerpo tiene necesidad de expulsar, ahora sin saber siquiera dónde, sin agua, sin higiene, casi sin aliciente para esperar una cura milagrosa. Los confinados se enfrentan a un mundo nuevo, el de la lucha por la supervivencia, por la comida cada vez más escasa que les avientan cada día para cada vez más gente que sigue llegando, más contagiados que, frustrados, buscan una mano que les indique por dónde caminar sin tropezar, una voz que les dé esperanza. Así, palpan y huelen y escuchan y prueban el sabor del hambre, del miedo, del caos. Buscan acomodarse lo mejor posible, ¡son tantos los que deben satisfacer las necesidades más elementales! La mujer del médico, que lo ve todo, les dice: “Si no podemos vivir enteramente como personas, hagamos lo posible por no vivir enteramente como animales”. Ella es el símbolo de la conciencia.


La lectura de Ensayo sobre la ceguera es impresionante, inquieta porque aunque resulta odioso pensar que, aunque es una ficción, los acontecimientos se parecen mucho a la vida moderna en una ciudad cualquiera. Nos hemos adaptado, como los ciegos, para sobrevivir en una ciudad cada vez más hostil y peligrosa, queremos tener más, y a veces sacrificamos tiempo, esfuerzo y valores que nos apartan de lo que merece ser visto. Los acontecimientos cotidianos, por asombrosos que sean, son aceptados mientras no vulneren, en el mejor de los casos, la vida casi perfecta que a veces logramos conseguir. Rechazamos la violencia, el abuso, la sinrazón, pero nada hacemos por combatirla porque es sólo un discurso que nos justifica, nos adapta mejor en la ceguera mental de mundo salvaje en que vivimos. La religión, la ciencia, la política, la sociedad misma ha inventado ese discurso para tener el control, lo utilizamos para tranquilizar la conciencia, pues ¿quiénes somos para cambiar el estado de las cosas? Nos hemos convertido en seres insignificantes, invisibles porque no nos vemos realmente, somos anónimos que corremos, trabajamos, compramos y estamos solos, ciegos e inmersos en una lucha personal, quién sabe para qué o contra qué.


Tal vez la mirada de Saramago no esté tan ciega, tan deslumbrada por la luz de los avances científicos y tecnológicos. Estoy segura de que lo volveré a leer, por eso lo recomiendo, porque es un escritor para mucho rato, me quedo con él porque su parábola me convence, me hace reflexionar sobre la magnitud de mi propia ceguera. Tal vez una nueva lectura ayude y me permita ver mejor. Confío, por lo pronto, como los primeros ciegos confiaron en la mujer del médico sin conocerla, que existen personas como ella, que ven con los ojos de la conciencia y de la fe en la humanidad, dispuestas a dar la batalla por amor y solidaridad.


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Ensayo sobre la ceguera (Ensaio sobre a cegueira), de José Saramago. Traducción de Basilio Losada. La edición de bolsillo la encontramos en Suma de Letras, en la colección Punto de Lectura, con 439 págs. Hay una edición en formato mayor editada por Alfaguara, con 373 págs.


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José Saramago es uno de los novelistas portugueses más conocidos y apreciados en el mundo entero. Nació en 1922 en una aldea de Ribetejo en una familia de artesanos. En su significativa obra encontramos poesía, teatro, ensayos, cuentos y novelas, entre las que destacan: Historia del cerco de Lisboa, Año de la muerte de Ricardo Reis, Cuadernos de Lanzarote, El evangelio según Jesucristo, Todos los nombres, La caverna y El hombre duplicado, entre otros.



[Lecturas 1. Mayo-agosto de 2003]

lunes, 1 de febrero de 2010

El periodismo canalla y otros artículos


El periodismo canalla y otros artículos



Patricia Galindo Lozano

“La comedia humana nunca se queda sin material, nunca te defrauda”, afirma Tom Wolfe, considerado el fundador del nuevo periodismo, en su libro El periodismo canalla y otros artículos, y quien, con un humor muy agudo, hace un análisis de la sociedad contemporánea estadounidense a través de una serie de artículos sobre temas que están en el candelero desde finales del siglo pasado, como la tecnología electrónica, el Internet, la neurociencia, la sociobiología y temas cuyo interés nunca pasa de moda, como la literatura, el periodismo y el arte.

El libro se divide en tres apartados: “La bestia humana”, “Vita robusta, ars anorexica” y “El caso del «New Yorker»”, integrados cada uno por artículos de diversas extensiones.

El primero de éstos inicia con una apasionante crónica sobre la fundación de Silicon Valley en Palo Alto, California, sede de las grandes empresas dedicadas a la electrónica y la computación, como Hewlett Packard, IBM e Intel, entre otras. Toma como punto de partida la vida de Robert Noyce, inventor del microchip, quien fue uno de los primeros en establecerse en esa zona e implantar una nueva forma de trabajo, más democrática e igualitaria, sin jerarquías laborales, ni trajes elegantes, ni comidas de negocios en restaurantes caros, y que transformó en una filosofía de trabajo y estilo de vida.

De una manera muy amena Wolfe relata las alianzas de las grandes firmas, el “pirateo” de empleados entre las empresas y el desarrollo de la tecnología contemporánea, desde la invención del transistor, en 1948, hasta el microprocesador utilizado en la actualidad, principalmente en la industria computacional.

Siguiendo en el mismo tema, comenta los orígenes teóricos del Internet en la década de los 20, en las ideas del visionario Pierre Teilhard de Chardin, sacerdote jesuita quien fue el primero en concebir “una especie de sistema nervioso que uniría a toda la humanidad”, a la que llamó noosfera, conectada a través de la radio, el teléfono y la televisión. Más tarde, Marshall McLuhan retomaría estas ideas para desarrollar su concepto de aldea global, término vigente hasta nuestros días y muy citado por quienes se mueven en el medio de las redes computacionales y el Internet.

Los últimos dos artículos de este capítulo tratan sobre el desarrollo de la
sociobiología por Edward Wilson, entomólogo norteamericano que dedicó la mayor parte de su vida al estudio de las sociedades de insectos, sobre los que publicó varios libros. El más importante fue Sociobiología: la nueva síntesis el cual provocó gran conmoción entre los científicos, ya que en él establece que el hombre y las obras humanas son producto de una serie de pautas arraigadas que se repiten en el transcurso de la evolución. Wilson fundamentó su teoría en la genética y la evolución darwiniana, y con ello dio lugar al desarrollo de una nueva disciplina llamada neurociencia, la cual echa por tierra una buena parte de las teorías sociales, filosóficas y psicológicas del comportamiento humano. La neurociencia estudia el determinismo genético del ser humano, establece que el cerebro no es una pizarra en blanco en espera de ser llenada por la experiencia (como sostenía Aristóteles) sino un negativo que se va revelando a lo largo de la vida; es decir, la información ya está ahí desde que nacemos, encerrada en los genes. Lo anterior significa que nuestras elecciones no son producto del libre albedrío sino de tendencias grabadas en el hipotálamo o en otro órgano cerebral. Como Wolfe lo define muy bien, “la belleza no depende del cristal con que se mire sino de los genes de quien la mira”.

El estudio de esta nueva corriente ha tenido tanto éxito que el número de estudiantes interesados en esta materia se incrementó de 1100 en 1970 a 26 000 en el 2000, aunque hay, como en todo, su contraparte: muchos científicos no están de acuerdo con estas teorías. Sólo el futuro tiene la respuesta a esta polémica.

En el siguiente apartado, “Vita robusta, ars anorexica”, Tom Wolfe se expresa con ironía de ciertos intelectuales contemporáneos, quienes han acuñado términos para opinar sobre cualquier tipo de fenómeno social, político, económico, etc., sin conocer a fondo la situación. Como él mismo los define, citando a un diplomático francés: “un intelectual es una persona versada en un único campo y que sólo opina sobre otros”.

Wolfe se remite al año de 1898 cuando Clemenceau usó por primera vez esta palabra para referirse al trabajador intelectual que adopta una postura política; en este caso a Marcel Proust y a Anatole France, quienes se aliaron con Emile Zola en la defensa del acusado en el famoso caso Dreyfus. Zola, a diferencia de éstos y otros escritores, conocía profundamente el caso en cuestión y estaba verdaderamente comprometido con su defensa. Los “otros intelectuales” no necesitaban hacer fastidiosas labores de investigación, ni requerían una educación especializada, sólo necesitaban indignarse ante el poder y los burgueses, y manifestarlo públicamente. A estas actitudes Wolfe las llama marxismo rococó, por el hecho de que este tipo de académicos, escritores y periodistas se enredan en complejas discusiones de forma pero no de fondo, es decir, “de dientes para afuera”, porque comprometerse verdaderamente requeriría de esfuerzos que “estos intelectuales” —es decir el tipo de intelectuales con los que Wolfe está peleado a muerte— no están dispuestos a realizar.

En “El artista invisible”, el autor denuncia la indiferencia que han sufrido los verdaderos artistas de Estado Unidos por parte de los críticos de arte, o sea los encargados de decir qué se considera arte y qué no, y a partir de ahí el artista en cuestión puede obtener reconocimiento, fama y, por supuesto, dinero, ya que sus obras se venden a precios altísimos. Menciona un caso en particular, el de Frederick Hart, talentoso escultor que pasó desapercibido en el mundo de las artes plásticas pero que luchó para recuperar el verdadero arte —el clásico— de manos de los artistas abstractos modernos. Hart también destacó por idear una técnica para modelar figuras en resina acrílica, hecho que le valió ventas millonarias de sus figuras, aunque para los críticos esta popularidad equivalía a superficialidad.

El siglo XXI, dice Wolfe, quien publicó el libro en el año 2000, iniciará con el gran reaprendizaje, etapa en la que la humanidad volteará hacia el siglo XX y se horrorizará de la guerras mundiales, de la destrucción del planeta por el hombre, de la hambruna, de las epidemias como el SIDA, de la decadencia de los valores éticos y morales, y se asombrará “de la insolencia prometeica [del hombre] de desafiar a los dioses y llevar la libertad y el poder humanos hasta extremos absolutos”, todo con el propósito de empezar de cero e instaurar un nuevo orden social. En cambio, el hombre se dispondrá a vivir la resaca del siglo xx. Instalado cómodamente en su casa, matará el tiempo navegando por Internet.

El último texto de la segunda parte lo dedica a sus “tres comparsas”, como Wolfe llama a John Updike, John Irving y Norman Mailer, tres reconocidos novelistas norteamericanos que criticaron enconadamente la última novela del propio Tom Wolfe, Todo un hombre. Después de 11 años de no publicar un libro, apareció esta novela, que alcanzó grandes ventas a lo largo y ancho de los Estados Unidos y muy buenos comentarios por parte de diversos críticos de importantes medios de comunicación, con excepción de estos tres “ciudadanos de la tercera edad” que levantaron sus voces para decir que la novela no era literatura sino entretenimiento. Con una buena dosis de sarcasmo, Wolfe responde que sus detractores no sólo sentían una gran envidia por su éxito sino que estaban asustados porque Todo un hombre marcaba una nueva dirección en la literatura de finales del siglo XX, basada en la investigación de la realidad social de Estados Unidos del presente, y esto representa su decadencia como escritores.

Luego de hacer un repaso de la literatura norteamericana del último siglo, Tom Wolfe señala que “la novela estadounidense necesita escritores con la energía, el ímpetu para aproximarse al país de la misma manera que lo hacen los creadores de cine, es decir, con una curiosidad feroz y el deseo imperioso de mezclarse con los 270 millones de almas que los rodean”.

El último de los capítulos de este libro lo dedica a relatar la guerra entre periódicos en Nueva York durante la década de los sesenta, concretamente entre la revista semanal New Yorker y el suplemento dominical del Herald Tribune, New York, del cual el autor fue colaborador en esa época. La importancia del tema radica en que precisamente las rivalidades públicas entre columnistas de uno y otro semanario dieron lugar a lo que hoy se conoce como el nuevo periodismo. Dio color y vida a la rigidez de la información periodística de entonces y habló de temas marginales en ese momento.

El libro es sumamente entretenido. Los artículos se pueden leer en cualquier orden, aunque es recomendable la secuencia que llevan por la forma en que el autor va entretejiendo cada tema dentro de cada apartado. Los artículos están magníficamente bien escritos, con un sentido del humor fino e inteligente, y aunque el lector puede no estar de acuerdo con las opiniones del autor, no podrá dejar de reconocer que los temas están ampliamente investigados por Wolfe para ofrecernos una síntesis clara y explícita de cada uno de ellos.


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El periodismo canalla y otros artículos (Hooking Up), de Tom Wolfe. Traducción de María Eugenia Ciocchini. Está editado en pasta dura por Ediciones B (Madrid, 2000), 304 págs., y en edición de bolsillo por Suma de Letras, en su colección Punto de Lectura (Madrid, 2002), 342 págs.


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El autor

Tom Wolfe nació en Richmond, Virginia, en 1930. Trabajó en diversas publicaciones como el Washington Post y el New York Herald Tribune. Ha publicado: La banda de la casa de la bomba (1968), El nuevo periodismo (1973), La palabra pintada (1975), Elegidos para la gloria (1979, ganador del premio American Book), y Las décadas púrpuras (1982). La novela La hoguera de las vanidades (1987), lo convirtió en uno de los autores más leídos de la década, más tarde fue llevada al cine por el realizador Brian de Palma, con Tom Hanks, Melanie Griffith y Bruce Willis en los papeles principales. En 1998 publicó la novela Todo un hombre, la cual provocó fuertes polémicas en el ámbito literario norteamericano. En 2005 públicó Soy Charlotte Simmons.


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En Internet

Su sitio de Internet (en inglés): http://www.tomwolfe.com/

Información sobre el autor, en español: http://es.wikipedia.org/wiki/Tom_Wolfe



[Lecturas 1. Mayo-agosto 2003]

domingo, 31 de enero de 2010

Primeras líneas... Cien años de soledad


Primeras líneas…


Cien años de soledad,en tres idiomas



Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.


[Versión original en español de Gabriel García Márquez.]

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Many years later, as he faced the firing squad, Colonel Aureliano Buendía was to remember that distant afternoon when his father took him to discover ice. At that time Macondo was a village of twenty adobe houses, built on the bank of a river of clear water that ran along a bed of polished stones, which were white and enormous, like prehistoric eggs.


[One Hundred Years of Solitude. Traducción al inglés de Gregory Rabassa.]

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Bien des années plus tard, face au pelotón d’exécution, le colonel Aureliano Buendia devait se rappeler ce lointain après-midi au cours duquel son père l’émmena faire connaissance avec la glace. Macondo était alors un village d’une vingtaine de maisons en glaise et en roseaux, construites au bord d’une rivière dont les eaux diaphanes roulaient sur un lit de pierres polies, blanches, énormes comme des oeufs préhistoriques.


[Cent ans de solitude. Traducción al francés de Claude y Carmen Durand.]



[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]

Mostrar la cruz y empuñar la espada: comentarios del autor


Mostrar la cruz y empuñar la espada:

comentarios del autor


Fernando Gracia García

A manera de resumen
El motor de la expansión colonial-evangelizadora, durante el siglo XVIII, en el noreste de Coahuila y en la antigua provincia novohispana de Texas, fue el Colegio Franciscano de Querétaro, institución destinada a la evangelización de indígenas en las zonas más aisladas del virreinato.

Al lado de los misioneros siempre hubo soldados provenientes de los presidios militares construidos en la región. A lo lejos, mediando entre estos protagonistas del avance colonial, se encontraba la Corona española con un interés creciente en la ocupación territorial y en el dominio efectivo de Coahuila y Texas, unas provincias demasiado alejadas del poder central virreinal. Esos territorios norteños habían quedado expuestos a las injerencias de apaches y comanches, entre otras tribus nómadas que desde las grandes praderas se introducían en los dominios de la Corona siguiendo las manadas de búfalos.

En general, los frailes y los militares coincidieron en cuanto a las estrategias de avance y ocupación. Ambos servían a los propósitos de la Corona española y, como señala Herbert Bolton, “se convirtieron en agentes del gobierno colonial”. La estrategia a seguir incluía la reducción-conversión de los indígenas y el control del área territorial ocupada. Esto pudo lograrse mediante la fundación de establecimientos misionales y con la construcción de presidios militares. Ése fue el modelo de ocupación y avance colonial generalmente seguido en todo el septentrión novohispano.

Quienes sufrieron esa historia de dominación fueron los nómadas regionales que vivían como cazadores recolectores. Éstos eran confinados por los frailes en los recintos misionales y sometidos, al menos en forma temporal, a un proceso de aculturación que incluía una breve iniciación a la fe católica. En seguida eran obligados a trabajar en las siembras y en la ganadería misionales para tratar de transformarlos en agricultores sedentarios y en gente “civilizada” según los valores y principios de la vida occidental.

Estos intentos de aculturación tuvieron escasos resultados. Los nativos reducidos protagonizaban rebeliones y levantamientos, a veces controlados por los soldados del presidio adjunto al complejo misional, o bien huían de los recintos administrados por los frailes. Esa situación se repitió una y otra vez a lo largo del siglo XVIII, obligando a los misioneros a deambular continuamente en busca de indígenas que aceptaran vivir bajo el régimen de reducción con el fin de justificar su presencia en el territorio de evangelización.

En la segunda mitad del siglo XVIII, los frailes del Colegio de Querétaro pretendieron evangelizar a los apaches lipanes, que desde tiempo atrás incursionaban en los territorios de Coahuila y Texas. Las misiones para apaches, caso de San Sabá y de los establecimientos misionales ubicados en el valle de San Joseph, duraron poco tiempo, pues terminaron siendo asaltadas e incendiadas por los comanches.

Ante la espiral de guerra y de violencia desencadenada en todo el septentrión, el gobierno borbónico trató de cambiar su política de ocupación a fines del siglo XVIII. En lugar de apoyarse en los tradicionales proyectos misionales, las autoridades virreinales prefirieron depositar su confianza en los soldados e impulsar la ofensiva militar a lo largo de la frontera de guerra con las tribus insumisas. En el año de 1768, el mariscal de campo marqués de Rubí, fue comisionado por el gobierno español a visitar la frontera septentrional. En su informe no sólo consideró inútiles los intentos de convertir a los apaches lipanes, sino que acusó a los vecinos de Coahuila de no estar preparados para defender sus propiedades, debido, según Rubí, “al sistema pacífico que se observa religiosamente en esta Gobernación”. En suma, aconsejó al virrey de levantar nuevas fortalezas en parajes estratégicos para la defensa de la Nueva Vizcaya y de Coahuila. Una de sus decisiones personales fue la supresión del presidio de San Sabá, que junto con el de San Antonio de Béjar y el de San Juan Bautista de Río Grande habían sido destinados a la protección de los complejos misionales administrados por los franciscanos del Colegio de Querétaro.

Así pues, a fines de los años sesenta del siglo XVIII, se estaba dando un cambio de actitud con respecto a los hasta ese momento considerados indios gentiles, merecedores de la salvación cristiana. Al menos los apaches eran catalogados de enemigos declarados de la Corona y se consideraba necesario erradicarlos o incluso exterminarlos, por constituir un obstáculo al avance colonial. Ese giro belicista fue introducido en el Reglamento de Presidios aprobado por Carlos III en 1772.

Pronto entendieron los prelados del Colegio de Querétaro la nueva estrategia gubernamental y, a partir de 1772, renunciaron al territorio de evangelización comprendido entre el área texana del río San Antonio y el área coahuilense de Río Grande. En un acto de entrega formal, con inventarios incluidos, cedieron los cuatro establecimientos misionales de San Antonio a los misioneros guadalupanos de Zacatecas, y San Juan Bautista y San Bernardo de Río Grande a los frailes de la provincia de Santiago de Jalisco.

Es necesario advertir que las dos misiones coahuilenses de Río Grande, San Juan Bautista y San Bernardo, habían estado bajo la administración del Colegio de Querétaro desde comienzos del siglo XVIII. Es decir, durante 72 años. Esos frailes decidieron emplear sus esfuerzos apostólicos en Sonora, en donde recibieron algunas de las antiguas misiones jesuitas abandonadas tras el decreto de expulsión de 1767.


Fuentes empleadas en la investigación
El presente trabajo se sitúa en el campo de la historia regional. Está basado en fuentes de archivo de primera mano, en fuentes primarias ya publicadas y en fuentes secundarias tanto estándares como nuevas. Algunos de los textos empleados, sobre todo las crónicas franciscanas, constituyen una rica fuente de información, pues son relatos hechos por los mismos protagonistas de la evangelización. Por lo general se ajustan a un modelo discursivo fijado en la tradición de la orden religiosa y el lector se ve obligado a discernir entre los aspectos narrativos derivados del modelo y los que refieren una situación histórica concreta. A favor del lector actúa la perspectiva temporal, pues permite detectar la importancia de ciertos hechos que casi pasaron desapercibidos al mismo cronista.

Muchos de los documentos franciscanos y civiles empleados en mi trabajo no han sido suficientemente utilizados por los historiadores. Sin embargo, constituyen una buena vía de acceso a las etapas formativas de la sociedad coahuilense. Me permito ponerlos a la disposición de otros investigadores. Entre los documentos referidos en el libro Mostrar la cruz y empuñar la espada figuran:
• 27 documentos procedentes del AGN, del AGEC y del ACSF de Celaya.
• He utilizado 19 documentos impresos, que son fuentes primarias recopiladas por otros autores.
• La bibliografía general comprende 136 libros, incluyendo algunas obras impresas en la época colonial, tales como las mencionadas crónicas franciscanas y los informes y reglamentos de las autoridades coloniales.
• Al lado de los estudios clásicos, de Vito Alessio Robles y de Herbert Bolton, figuran estudios actuales realizados por especialistas en historia regional; ente los autores citados en mi libro figuran Cecilia Sheridan, Carlos Manuel Valdés y Martha Rodríguez, todos ellos residentes en Saltillo.

Notas acerca del libro
Me permito compartir con ustedes algunas conclusiones obtenidas sobre el importante tema de la evangelización indígena, uno de los asuntos obligados de la historia de México. En Mostrar la cruz y empuñar la espada se destacan ciertas contradicciones en el proceso evangelizador originadas en el hecho de que los frailes se auxiliaron de militares al llevar a cabo sus tareas apostólicas.

La elección de las misiones del área coahuilense de Río Grande como objeto de un estudio histórico es muy justificada. Una vez establecido el complejo misional hacia el año 1700, se conformó un nuevo espacio poblacional y un puesto avanzado de carácter defensivo desde donde se realizaron múltiples entradas militares y evangelizadoras a Texas.


Entre los actores colectivos incluidos en Mostrar la cruz y empuñar la espada destacan los grupos de cazadores-recolectores que habitaban en la región, con su tenaz resistencia a la asimilación y a la pérdida de su identidad cultural.

Si bien algunos pueden considerar un tanto arriesgado haber tratado el proceso evangelizador desde una perspectiva indigenista, poco usual en este tipo de trabajos, a la vez resulta meritorio cuestionar anteriores versiones de la evangelización en que los misioneros únicamente eran presentados como héroes en busca del martirio en territorios de gentes consideradas bárbaras por los propios evangelizadores. Como he querido demostrar en este trabajo, los escasos resultados obtenidos habría que achacarlos, entre otras cosas, a los prejuicios culturales de los frailes y al desconocimiento del mundo indígena.

Se puede establecer que aun con ayuda militar o quizás por haber empleado la fuerza militar, el método evangelizador consistente en reducir a los antiguos indígenas de Coahuila en misiones produjo escasos resultados. Nunca se podrá saber con seguridad la autenticidad de las conversiones ya que los nativos eran obligados, con amenaza de castigos físicos, a asistir a la doctrina y a cumplir con los deberes cristianos.

De acuerdo a datos económicos comprobados, las misiones de Río Grande lograron superar el nivel de autosuficiencia alimentaria. Sin embargo, los frailes no propiciaron el desarrollo particular del nativo ni su incorporación a la sociedad colonial. Más bien, los misioneros se dedicaron a administrar los bienes comunes de la misión y a impulsar un tipo de trabajo colectivo y obligatorio supervisado por capataces.

Resulta concluyente que los nativos reducidos en misión no tuvieron la intención de convertirse al catolicismo, ni mucho menos de someterse a los designios de la Corona española, tal y como se contemplaba en las Leyes de Indias. Todo indica que los naturales buscaban un refugio temporal en el recinto misional y que, pasadas las situaciones de penuria o de guerra intertribal, huían para retornar a la vida nómada.

Cabe insertar la renuncia a las misiones de Río Grande y del río San Antonio en el contexto de la nueva política borbónica orientada a intervenir militarmente en la frontera septentrional en lugar del tradicional apoyo a los proyectos misionales.

Sin embargo, por más que los prelados del Colegio de Querétaro hayan tratado de justificar el abandono del territorio evangelizador del noreste con el conveniente argumento de concentrar sus esfuerzos apostólicos en Sonora, todo indica que la renuncia misional se debió al estado de guerra existente en la región propiciada por las incursiones de tribus ecuestres. Otra causa probable del abandono franciscano quizás haya sido la dificultad de encontrar nativos dispuestos a afrontar el riesgo de ser confinados en los recintos misionales.

Desde luego, corresponde a ustedes, como lectores, emitir un juicio acerca de las conclusiones obtenidas en Mostrar la cruz y empuñar la espada.

Les doy las gracias por su amable atención y aún les quedaré más agradecido si dedican un tiempo a leer este libro.

AgradecimientosQuiero agradecer al Gobierno del Estado su interés en la publicación del libro Mostrar la cruz y empuñar la espada.

Agradezco al profesor Rodolfo Navarrete, director general de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías del Estado, por iniciar el programa de publicaciones del año 2004 con un libro de historia. En la edición, corrección de estilo y diseño participó un equipo de trabajo integrado por el licenciado Jesús Guerra, la profesora Laura González, la licenciada Patricia Galindo y la licenciada Gloria González. Ellos analizaron y revisaron varias veces el texto hasta la impresión final. Muchas gracias a ese formidable equipo.

Gracias a las gestiones de la Sección 38 del SNTE pude estudiar un doctorado en Historia en la UAZ, presentar la tesis de grado y, finalmente, escribir este libro. Aprovecho la oportunidad para rendir tributo al gremio magisterial que tanto apoyo me ha otorgado.

Mi agradecimiento a todos los asistentes al evento. De manera especial a mi familia y a mi esposa. Con su ayuda y comprensión pude terminar este libro.

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Mostrar la cruz y empuñar la espada. Apoyo militar a la evangelización indígena en el área coahuilense de Río Grande entre 1700 y 1772. Fernando Gracia García. Secretaría de Educación Pública / Dirección General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías. 2003. 244 págs.


[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]

sábado, 30 de enero de 2010

Mostrar la cruz y empuñar la espada. Presentación


Presentación del libro

Mostrar la cruz y empuñar la espada


Javier Villarreal Lozano

Agradezco a Fernando Gracia García la amable invitación a comentar su provocativo texto, editado por la Secretaría de Educación Pública de Coahuila a través de su Dirección General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías. Sin falsa modestia, estoy cierto que hay docenas de personas más capacitadas para hacer un comentario acerca del libro, pero el doctor Gracia García, haciendo honor a su apellido, me hizo la gracia de invitarme a mí. Él tomó el riesgo y en su salud lo hallará, como decían mis tías.

Mostrar la cruz y empuñar la espada. Apoyo militar a la evangelización indígena en el área coahuilense de Río Grande entre 1700 y 1772, es el resultado de concienzuda investigación inscrita en una sugerente línea historiográfica, cuya intención es hacer la relectura de los procesos de conquista y ocupación del noreste mexicano. Carlos Valdés Dávila, autor de La gente del mezquite; Martha Rodríguez y su Historia de resistencia y exterminio; Cecilia Sheridan, quien hace un par de años concluyó El yugo suave del Evangelio —para citar sólo tres—, han abordado el tema en sus distintas facetas, desde nuevas perspectivas y armados de los instrumentos de la historia científica.

La pregunta toral de ésta que me he atrevido a bautizar arbitrariamente “línea historiográfica”, es: ¿qué ocurrió en realidad con los nómadas que habitaban nuestro territorio a la llegada de los conquistadores? Esos pueblos ágrafos, vagamundos, carecieron hasta de la posibilidad de legarnos su visión, la visión de los vencidos, de la cual se ocupó magistralmente Miguel León Portilla al recuperar las historias de los indios del altiplano mexicano.

Gracia García, Valdés Dávila, Rodríguez y Sheridan intentan rescatar las voces perdidas, para reconstruir la visión de los vencidos de áridoamérica. En cierta manera, apoyados en documentos, estos investigadores prestan voz a los cazadores-recolectores, que la conquista y la colonización del noreste mexicano extinguieron, al menos como expresión cultural. La primera condición de la difícil tarea fue desmontar pieza por pieza las versiones de las crónicas religiosas —interpretaciones necesariamente unilaterales y no pocas veces hagiográficas—, y las aproximaciones épicas, a la manera de Carlos Pereyra, y sus retratos idealizados de aquellos “bárbaros gallardos”, que prefirieron la muerte en batalla antes de someterse al “látigo ignominioso” de la encomienda.

Gracia García enfocó su investigación a un punto neurálgico en la historia de la ocupación del territorio: los métodos evangelizadores utilizados por los franciscanos en las misiones septentrionales. En virtud de la precaución de los misioneros —jesuitas en Parras y La Laguna, franciscanos en el resto de Coahuila—, de registrar sus acciones evangelizadoras en anuas y crónicas, ambas órdenes disfrutan con lo que hoy llamaríamos “buena prensa”. Tan buena, que Vito Alessio Robles y Carlos Pereyra —no está claro quién fue el primero en bautizarlo así— no dudaron en llamar “fundador de Coahuila” a fray Juan Larios. En época más reciente, el inolvidable Agustín Churruca Peláez localizó en las anuas jesuitas material suficiente para afirmar que el verdadero y único fundador de Parras de la Fuente había sido el padre Juan Agustín Espinosa. Churruca llegó a negar la existencia del capitán Antón Martín de Zapata, a quien se tenía tradicionalmente como autor de la fundación.

Apenas ayer, charlando con el doctor Gracia García, nos deteníamos en cómo, don Vito Alessio Robles, en su monumental Coahuila y Texas en la época Colonial, sin llegar al extremo de poner en duda la existencia de Antonio Balcárcel Rivadeneyra y Sotomayor, representante del poder civil en buena parte de las incursiones misionales de fray Juan Larios, sí lo hace ocupar un desvaído segundo plano. Larios, protagonista principal, lo mismo en los textos de Alessio Robles, que en los de Carlos Pereyra y en los de Esteban L. Portillo, opaca y oculta la tenue figura de Antonio Balcárcel, cuyo papel debió ser más importante que el que le conceden los tres historiadores.

Aunque en Mostrar la cruz y empuñar la espada no llega a negar lo benéfico de la tarea misional de los franciscanos del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, el autor somete a escrutinio puntual el papel que desempeñaron en el área de Río Grande. Esto supuso la revisión exhaustiva de documentos disponibles en el Archivo General de la Nación, en el del Estado de Coahuila, en el del Convento de San Francisco de Celaya y en el Municipal de Saltillo, así como la lectura y análisis de una veintena de documentos impresos y una rica bibliografía compuesta por 135 títulos.

Don Alfonso Reyes, a quien causaba escozor cierto tipo de historiadores a los que calificaba de “amontonadores de datos”, estaría complacido por la forma elegida por Gracia García para abordar el espinoso tema. Sin la pretensión de ofrecer grandes revelaciones sino practicar un ejercicio de hermenéutica, llega a varias conclusiones, una de ellas toral: la entrada de la cruz en tierras septentrionales se acompañó siempre de la espada. Cruz y espada fue un binomio prácticamente indisoluble. Los soldados de Cristo marchaban codo a codo, no sin roces de por medio, con los soldados del rey.

El libro, reescrito a partir de una tesis doctoral, se abre con el recuento de los prejuicios culturales, religiosos y étnicos, que lastraban el bagaje intelectual de los conquistadores. Los misioneros no fueron ajenos a tales prejuicios cuyo fundamento era la teoría aristotélica de lo perfecto y lo imperfecto. Teoría que retoma Ginés de Sepúlveda en su Demócrates, el cual dio sustento filosófico al controvertido Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios. Afirma Sepúlveda: “...la ley divina y natural manda que lo más perfecto y poderoso domine sobre lo imperfecto y desigual”.

La idea sobre la imperfección de los indios justificó moralmente la conquista. Con el supuesto de su imperfección, la conquista se justificaba, dada la obligación de España de convertir —perfeccionar— a los naturales, mediante su asimilación al catolicismo. Bien vistas las cosas, la raíz del desencuentro de “perfectos” con “imperfectos” tenía su semilla en la incapacidad de los peninsulares, en particular, y los europeos, en general, para entender a los otros, los diferentes. La otredad de los indios incluía hasta costumbres que hoy nos parecen de lo más cotidiano e intrascendente. Hay en las Leyes de Burgos, decretadas a principios del siglo XVI, un artículo ahora risible donde se recomienda que los indios deberían ser persuadidos a abandonar sus diabólicas costumbres, “ni se bañen tan frecuentemente como hacen ahora, porque somos informados de que les hace mucho daño”.

Justificada moralmente la conquista, se dio por sentado que la obligación del rey y sus representantes políticos, militares y religiosos era el adoctrinamiento de los indios en la santa fe católica. Resulta difícil desde nuestra perspectiva comprender lo que representó para España el descubrimiento de América; ajustar la existencia de un nuevo continente no cristiano a las ideas religiosas de la época. El expediente, como bien lo señala Gracia García, fue culpar al demonio de la perversión de “los bárbaros”. “Lo que se opone sostiene”, solía decir don Jesús Reyes Heroles. Para el caso, el demonio fue muy útil como contraparte de la cruzada misional. Ya no se trataba de convertir a infieles colocados en ese estado por el desconocimiento de la verdadera religión, sino de arrancar a los indios de las garras de Satanás. La conquista espiritual adquiría de esta manera la categoría de cruzada, de guerra santa. Como tal, validaba prácticamente cualquier método, incluso la violencia. “Por ser incultos y bárbaros, que necesitan” como dice el padre Joseph de Acosta, “de fuera de armas para su reducción” (p. 110).

Dos siglos después de la promulgación de las Leyes de Burgos y de las primeras de Indias, los misioneros del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro aplicaban al pie de la letra las teorías de Ginés de Sepúlveda, Francisco de Vitoria y otros.

El segundo de los capítulos del libro provee de los antecedentes indispensables para volver comprensible el tema central: la evangelización franciscana en el área de Río Grande. Este capítulo arranca con la entrada de los conquistadores a Saltillo y sus alrededores, los intentos de asimilación de los guachichiles con ayuda de colonos tlaxcaltecas, la colonización y evangelización en el centro del hoy territorio de Coahuila y los problemas que dificultaron el proceso. A partir del tercer capítulo desmenuza las circunstancias en que se desenvolvió la vida en San Juan Bautista de Río Grande y San Bernardo, donde los naturales fueron “reducidos” para, a criterio de los misioneros, facilitar su catequización. La “reducción” debió de constituir un trauma para los cazadores-recolectores. Es bien sabido que el cambio cultural del nomadismo al sedentarismo requirió centurias, pues supone una transformación radical de usos y costumbres.

Se puede estar o no de acuerdo con la tesis de Gracia García, pero resulta indudable que su texto invita a la reflexión y enriquece nuestra visión del pasado. Por eso hay que leer Mostrar la cruz y empuñar la espada.

Muchas gracias.



CECUVAR, 4 de febrero de 2004


[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]