sábado, 20 de febrero de 2016

El murmullo de las abejas, de Sofía Segovia




El murmullo de las abejas
de Sofía Segovia

Maru Galindo

El murmullo de las abejas es una historia familiar, la de los Morales Cortés y su descendencia; ellos, originarios del noreste de México, de Linares, Nuevo León. Este es un relato que se conforma de 100 partes, con un título cada una que da pie a la narración; cada parte posee un narrador que, desde su perspectiva, describe de una manera rigurosa, y ello da como resultado un relato conmovedor en donde el tema determina el ritmo de la novela y la vida de esa familia. Se trata de una obra que, como dice la contraportada del libro, da «una vuelta de tuerca al realismo mágico».

Pudiera ser que el origen de esta historia se encuentre en un profundo sentir, ese sentir que te dice que estás cercano a la muerte y que debes ir cerrando círculos que por inmadurez dejaste abiertos. Es una reflexión profunda sobre la vida y la trascendencia de nuestros afectos, contada con mesura y devoción.

El sonido de las chicharras y las abejas, que ahora se oye poco en la ciudad, me obliga a viajar a mi niñez, aunque ya no pueda correr. Todavía busco con el olfato algún indicio de lavanda y lo capto aun cuando sé que no es real. (p. 25.)

Sé muy bien que son lecciones tardías, pero no estaba preparado para enseñarlas antes de hoy. (p. 476.)

El contexto en que se desarrolla la novela pertenece a la primera mitad del siglo XX, poco después de la Revolución mexicana, en donde el caos aún estaba presente. Es la época de Lázaro Cárdenas, de la Reforma Agraria, del reparto de la tierra y la oposición de los hacendados a esa disposición gubernamental. Cuando Simonopio nació no se imaginó que alguien lo tiraría abajo de un puente y que su única compañía serían las abejas. Lo tiraron porque era un bebé deforme y tal vez pensaron que era un castigo del Altísimo.

Había teorías de todo tipo, pero la que más seducía la imaginación colectiva era la de que el bebé pertenecía a alguna de las brujas de La Petaca, que como todos sabían eran libres con sus favores de la carne y que, al resultarle un crío tan deforme y extraño —castigo del Altísimo o del diablo, ¿quién sabe?—, lo había ido a tirar bajo el puente para abandonarlo a la buena de Dios. (p. 10.)

Solo la nana Reja —la nana de los Morales— lo escuchó llorar, puesto que antes pasaron junto al puente Lupita, la lavandera, y don Teodosio rumbo a su trabajo quienes no se percataron del niño.

Fue un hecho insólito que la nana se levantara de su mecedora ya que ella decidió sentarse un día y permanecer en ese sitio de la hacienda La Amistad, inmutable. No veía con los ojos, veía con el corazón y las oleadas que el viento le traía cuando ella se mecía. «Tantos años en la mecedora propiciaron que la gente del pueblo se olvidara de su historia y de su humanidad: se había convertido en parte del paisaje y echado raíces en la tierra sobre la que se mecía». (p. 11.)

Así llegó Simonopio a la vida de los Morales, familia que contaba con dos hijas hasta ese momento: Carmen y Consuelo, quienes vivían en Monterrey. «Mis hermanas eran muy bonitas, en especial Carmen, pero no por accidente: se lo heredaron a mi mamá que, a pesar de tener una hija en edad casadera, estaba bien conservada». (p. 188.)

A Simonopio lo conoceremos a medida que se va desarrollando la historia. Es un niño que posee atributos fuera de lo normal y que será un elemento determinante en la vida de esa familia de la cual forma parte. Posee una vida asombrosa ya que es un personaje que va desarrollando desde su corazón una facultad de leer el bien y el mal en los otros. «La llegada de Simonopio a la familia fue un suceso que nos marcó de forma irremediable. Un parteaguas familiar. Más adelante se convirtió en la diferencia entre la vida y la muerte, aunque no lo entendiéramos más que en una lejana retrospectiva». (p. 36.) «Siempre había intuido, desde la más temprana infancia, que nada se interrumpe cuando se apaga la luz, cuando se cierran los ojos y se duerme profundo. Nada se interrumpe, lo que ha de suceder, sucederá sin la mínima consideración y sin aviso». (p. 290.)

La familia Morales aceptó al recién nacido, así como a sus compañeras las abejas, de una manera natural; no así uno de los peones de la hacienda, Anselmo Espiricueta, quien desde el inicio dijo que ese engendro sólo traería dificultades. Lo que no dijo es que él sería el protagonista de algunas dificultades que marcarían a los protagonistas de la historia.

Las dificultades aparecieron: la cosecha de la guerra, la influenza española, los bandoleros y las traiciones.

Llegaron por ella ya que pasó la plaga, ya que se le regó lo necesario, ya que maduró, ya que tierna y jugosa, la pizcaron bajo el sol candente de abril que a veces, como ése, podía ser peor que el de julio. Llegaron por ella ya cuando estaba hasta el último maíz en las cajas de madera y a punto de irse a los mercados cercanos y lejanos.
—Es pa’l ejército —le dijeron antes de darse la media vuelta». (p. 44.)

Y así la vida de los habitantes de Linares trascurrió con planes de construcción del Casino Linares, las meriendas de las mujeres, la organización del baile anual al que llegaban familias de abolengo de Saltillo, Monterrey, Montemorelos y Hualahuises, y que desde hacía años suspendieron debido a la inseguridad de los caminos y del movimiento armado. Pero todo esto se detuvo cuando empezaron a morir los habitantes de Linares. Y luego el contagio de la influenza española. «De ese dolor y de esas ausencias emanó tal vez el refrán que recuerdo de mi infancia en Linares: Año del dieciocho, insalubre y memorable, en que la influenza española ya se acababa Linares». (p. 100.)

De esta situación se desprenden muchas anécdotas chuscas como la de Lázaro de Jesús García de quien se dice que resucitó.
“El joven padre Emigdio decretó, tras animarse a salir de la catedral, que la vuelta a la vida de un parroquiano de Linares era una señal del perdón de Dios, que tanto había castigado ya a la pobre comunidad…» (p. 79.)

Los agraristas convertidos en bandoleros, siempre a salto de mata, se escondían entre los cerros y los hacendados se cuidaban de ellos puesto que los primeros creían tener la justicia en sus manos. «Los agraristas se movían entre los cerros cada una o dos noches para evadir a los rurales y se establecían tranquilos a comer y a cantar sus canciones socialistas bajo las estrellas, mientras planeaban despojar a aquellos que, con placidez, cual ovejas, dormían sintiéndose seguros». (p. 307.)

La familia Morales nos participa de sus historias tristes y alegres, como la de Mariano Cortés, padre de Beatriz, quien fuera ejecutado en Alta por haber dado una cena al general Felipe Ángeles. «Según un testigo bien ubicado para oír, lo habían acusado de fraternizar con el enemigo, por lo que se le declaraba traidor a la patria y merecedor de la pena de muerte. De inmediato». (p. 62.)

Entonces cada vez que Beatriz pasaba en el ferrocarril rumbo a Monterrey y se detenían en donde su padre fue ejecutado ella veía a su padre aparecer y con temor esperaba algún ataque del ejército. Cuando Simonopio supo de esa tristeza y miedo de ella, él le cambió la vida. Y de igual manera se la cambió a Francisco Morales cuando le llevó los azahares que cambiaron la vocación de la tierra en Linares. «—Fuiste caminando hasta Montemorelos, Simonopio. ¿Por el monte? —no necesitó respuesta, porque lo sabía». (p. 247.) O cuando Beatriz supo de su embarazo y que no era enfermedad o cansancio lo que la aquejaba, sino que era una nueva vida que se anunciaba dentro de ella. Cuando ya había casado a sus dos hijas la vida le sorprende de nuevo. «Pobre de mi mamá. Imagínate. Sería madre otra vez, cuando al fin había hecho las paces con la vida semiestéril que le había tocado». (p. 264.)

A partir de este momento la historia toma otro ritmo y nos toca leer el desenlace en donde la teoría que Beatriz desarrolló al inicio de la historia abarca el todo y lo trasciende. Finalmente, Beatriz aprendió «…a base de golpes en los años de guerra y en los meses de contagio y muerte… que la vida no ofrecía garantías, y que por más planes que uno hiciera eventos ajenos podían echarlos a perder… Nada la haría cambiar de opinión: seguiría pensando que la vida no da promesas». (p. 184.)

La autora nació en Monterrey. Estudió Comunicación en la Universidad de Monterrey, pero pronto se dio cuenta que su pasión estaba en contar historias. El murmullo de las abejas es su segunda novela, la primera se titula Noche de huracán y fue publicada por en 2010 por Conarte.

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El murmullo de las abejas. Sofía Segovia. Lumen. 2015. 485 págs.



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