viernes, 2 de octubre de 2009

Yo, hombre blanco





Yo, hombre blanco



Claudia Luna Fuentes


“En el país Dowayo el cómputo del tiempo es una pesadilla para cualquiera que pretenda establecer un plan que abarque más allá de diez minutos en el futuro. (…) Los viejos cuentan en días a partir del presente (…) como, por ejemplo, «el día anterior al día anterior a ayer». Mediante este procedimiento, es virtualmente imposible fijar con precisión el día en que va a ocurrir una cosa. A esto se añade el hecho de que los dowayos son muy independientes y se molestan si alguien intenta organizarlos. (…). Tardé mucho en acostumbrarme a ello; no me gustaba aprovechar mal el tiempo, me contrariaba perderlo y esperaba obtener una compensación por el que invertía. Estaba convencido de que tenía el récord mundial de oír la frase «No es el momento oportuno para eso», pues era lo que contestaban los dowayos cada vez que trataba de obligarlos a enseñarme una cosa concreta en un momento concreto. Nunca quedaban en encontrarse a una hora o un lugar determinados. La gente se extrañaba de que me sintiera ofendido cuado aparecían un día o una semana más tarde, o cuando recorría quince kilómetros para descubrir que no estaban en casa”.


Así narra el inglés Nigel Barley, en El antropólogo inocente; un libro juguetón y recomendable ahora que se lanzan miradas globales instantáneas como sopas empaquetadas para consumirse en cualquier esquina del mundo.
Partir del supuesto de que la cultura occidental es rectora, es una idea del siglo XIX, cuando los expedicionarios británicos y otros, se hicieron a la mar y a otras tierras para clasificar, por tanto ordenar el planeta a su manera. Estas hazañas de aventureros, misioneros, científicos y soldados, con relatos en donde ellos mismos son los chicos listos de la historia, deben de ser olvidados si se quiere leer a Nigel Barley.


Contrario a esta tradición colonizadora, El antropólogo inocente ofrece la frescura del encuentro con un grupo étnico africano: los dowayos, con todas sus resbaladas, asombros y descripciones.


Atrae que para empezar, su protagonista, el propio Barley, no se toma en serio. Y lo mejor, es un buen narrador de historias. Veamos: “A veces se sugiere que un pueblo extraño puede considerar al visitante de distinta raza y cultura, muy similar a sus propios miembros en todos los aspectos. Ello por desgracia, es poco probable. Seguramente lo más que uno puede esperar es ser tenido por un idiota inofensivo que aporta ciertos beneficios a la aldea: es una fuente de ingresos y crea empleo”.


Pero El antropólogo inocente no sólo es divertido, es exhaustivo en su descripción de la tarea antropológica barleana, en la ayuda que le proporcionan informantes, asistentes y el propio azar para obtener información de su objeto de estudio.


Barley cuenta, por ejemplo, un momento delicado para él en su convivencia con los dowayos, pues entró en contacto con un botánico francés “que realizaba un viaje relámpago a Camerún”, para elaborar un atlas botánico de la distribución de las plantas del país. Barley añade: “Un día al regresar a la aldea me encontré a este caballero instalado en la escuela, donde pretendía realizar el estudio de la flora local en no más de seis horas”.


Para los dowayos era claro que lo que intentaba era robarles sus remedios y venderlos en otra parte. Acto seguido, el curandero del pueblo se enconó con Barley, pues consideraba que estaba ayudando a su “hermano”. Sí, para los dowayos no hay diferencia entre franceses, ingleses o alemanes, todos son blancos y además hermanos.


Entre sus vivencias —relata Nigel Barley— no encontró salvajes versados de su entorno en el sentido de conocer las propiedades exactas y curativas de las plantas, más bien poseían nociones de otro tipo, simbólicas, en muchos de los casos. Por ejemplo, señala: “A nuestro modo de ver, los remedios aplicados por los curanderos tradicionales son ineficaces e incluso perjudiciales. Las prácticas como frotar el pecho de un paciente con cuernos de cabra para curar la tuberculosis son tan ajenas a nuestro mundo que ni siquiera nos molestamos en comprobar su efectividad”.


Los dowayos no son el “buen salvaje” idealizado por Jean Jacques Russeau, y Barley por supuesto, lo averiguó en carne propia, así como observó las condiciones de la vida de los diplomáticos en tierras africanas, el valor del mijo para los dowayos y otras maravillas.


Nigel Barley no es el típico antropólogo y tiene sentido del humor, su libro es ante todo divertido. Gracias a la traducción de María José Rodellar, la sensación final que le queda al lector es francamente deliciosa. No en balde leí la décima primera edición de este libro aderezado por accidentes automovilísticos en carreteras parchadas, cerveza extraña, muertes por amibiasis y la herencia de fracturas y dientes extraídos sin anestésicos a este antropólogo inocente. Y adivine cómo dice la dedicatoria: “A mi jeep”. Disfrútelo si le es posible.


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El antropólogo inocente. Nigel Barley. Crónicas Anagrama. 1998.



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