domingo, 4 de octubre de 2009

Libros jubilados


Libros jubilados

Jesús de León



A la memoria de Torquemada,
crítico de críticos


Es duro deshacerse de los libros que amamos, ay, que seguiremos amando. ¿Quién los adoptará? ¿Quién los amará como yo los he amado? Soy muy amigo de mis libros. Los considero no solamente objetos sino espacio de conversación. Tengo obras generales, es decir, diccionarios, enciclopedias, atlas... Libros de consulta que le pueden servir a cualquiera y que tienen una función inmediata. Otros tienen una función práctica. Son almacenes de instrucciones para elaborar una serie de trabajos. Estas obras de divulgación opcional me será fácil donarlas. No son una buena inversión, pero cualquier institución las aceptará sin mayor problema. No me preocupan.

Me preocupan, en cambio, todos aquellos libros de creación o de ficción que, la verdad, no sé qué me movió a comprarlos. Aquí los parámetros se vuelven más subjetivos: gustos, fobias. Será verdaderamente difícil quitármelos de encima. Puede ser que los acepten en las bibliotecas públicas, pero exigen que se cubra el enojoso trámite de dejar asentado el nombre de quien los donó. Si los llevo a las librerías de viejo, los recibirán por una bicoca y los tratarán como mugre rechazada. Cosa peor ocurrirá con los libros de este tipo que son cortesía del autor y donde uno tiene que pasar por el penoso trance de borrar la dedicatoria o arrancar definitivamente la página para no delatarnos frente al autor y frente a otras personas. Estos libros son los niños mongolitos de mi biblioteca.

Luego están los libros que compré, por obligación, cuando estudiaba. Son los que más me inquietan. Tuvieron algo de mercado, pero ahora ya nadie los incluye en los programas de estudio. ¿Quién va a desear, a estas alturas, el Curso de literatura, de Carlos González Peña?

Muy cerca de mis libros de texto tengo mis libros de trabajo. Ésos que uno siempre necesita. En mi caso, una gran cantidad de programas, manuales, reglamentos, estatutos, etcétera. De éstos me desharé primero, precisamente para no tener malos recuerdos.

En mi estudio hay también una gran cantidad de libros de reflexión, de crítica, de análisis. Todos aquellos volúmenes que me han ayudado a pensar. Son libros siempre raros y siempre difíciles de comprar y de recomendar. También difíciles de leer. Tengo, además, kilos y kilos de periódicos, revistas, folletos, fotocopias y, por último, notas, cartas, manuscritos, es decir, mi obra personal, que será lo último que ponga en una pira para que sea lo primero que arda.

Desgraciadamente no hay estufa ni caldera ni baldío ni raso (de ésos que utilizan para quemar mariguana) ni desierto apartado en el que pueda arder semejante hoguera. Está prohibido. Ya no lo permiten las autoridades de ecología.

¿Qué hacer entonces con estos libros? ¿Quién los abrirá, les cantará y los subrayará como lo hice yo? Al quemarlos realizaría no sólo un auto de fe sino de escepticismo. ¿Se quema a los amigos? Sí, claro, pero en sentido simbólico.

En lugar de estar pensando a quién se los puedo vender o a quién se los puedo donar o cómo los puedo destruir, creo que me saldré simplemente de mi casa con lo que llevo puesto y dejaré los libros donde están. No voy a devanarme los sesos. Mi imaginación no da para tanto. Quizá el nuevo dueño sea un alma gemela, como dice la canción, un alma como la mía, que tampoco sabrá qué hacer con los libros y los dejará ahí, tal y como están, para evitarse el trabajo de pintar muros, poner papel tapiz o, por lo menos, cubrir con yeso las grietas que hay detrás de los libreros. Además, así podrá presumir a las visitas de que es un hombre de gran cultura, al fin y al cabo no cuesta nada saludar con sombrero ajeno.

Mientras tanto, yo andaré por las calles, ligero de equipaje, pero me tomaré ciertas noches para rondar mi vieja casa y perturbar, aleve, el sueño del nuevo propietario, gritando: ¡aaaayyyy miiiiis liiiibrooooos!



[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]

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