domingo, 31 de enero de 2010

Primeras líneas... Cien años de soledad


Primeras líneas…


Cien años de soledad,en tres idiomas



Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.


[Versión original en español de Gabriel García Márquez.]

. . . . . . . . . . . . . . .

Many years later, as he faced the firing squad, Colonel Aureliano Buendía was to remember that distant afternoon when his father took him to discover ice. At that time Macondo was a village of twenty adobe houses, built on the bank of a river of clear water that ran along a bed of polished stones, which were white and enormous, like prehistoric eggs.


[One Hundred Years of Solitude. Traducción al inglés de Gregory Rabassa.]

. . . . . . . . . . . . . . .

Bien des années plus tard, face au pelotón d’exécution, le colonel Aureliano Buendia devait se rappeler ce lointain après-midi au cours duquel son père l’émmena faire connaissance avec la glace. Macondo était alors un village d’une vingtaine de maisons en glaise et en roseaux, construites au bord d’une rivière dont les eaux diaphanes roulaient sur un lit de pierres polies, blanches, énormes comme des oeufs préhistoriques.


[Cent ans de solitude. Traducción al francés de Claude y Carmen Durand.]



[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]

Mostrar la cruz y empuñar la espada: comentarios del autor


Mostrar la cruz y empuñar la espada:

comentarios del autor


Fernando Gracia García

A manera de resumen
El motor de la expansión colonial-evangelizadora, durante el siglo XVIII, en el noreste de Coahuila y en la antigua provincia novohispana de Texas, fue el Colegio Franciscano de Querétaro, institución destinada a la evangelización de indígenas en las zonas más aisladas del virreinato.

Al lado de los misioneros siempre hubo soldados provenientes de los presidios militares construidos en la región. A lo lejos, mediando entre estos protagonistas del avance colonial, se encontraba la Corona española con un interés creciente en la ocupación territorial y en el dominio efectivo de Coahuila y Texas, unas provincias demasiado alejadas del poder central virreinal. Esos territorios norteños habían quedado expuestos a las injerencias de apaches y comanches, entre otras tribus nómadas que desde las grandes praderas se introducían en los dominios de la Corona siguiendo las manadas de búfalos.

En general, los frailes y los militares coincidieron en cuanto a las estrategias de avance y ocupación. Ambos servían a los propósitos de la Corona española y, como señala Herbert Bolton, “se convirtieron en agentes del gobierno colonial”. La estrategia a seguir incluía la reducción-conversión de los indígenas y el control del área territorial ocupada. Esto pudo lograrse mediante la fundación de establecimientos misionales y con la construcción de presidios militares. Ése fue el modelo de ocupación y avance colonial generalmente seguido en todo el septentrión novohispano.

Quienes sufrieron esa historia de dominación fueron los nómadas regionales que vivían como cazadores recolectores. Éstos eran confinados por los frailes en los recintos misionales y sometidos, al menos en forma temporal, a un proceso de aculturación que incluía una breve iniciación a la fe católica. En seguida eran obligados a trabajar en las siembras y en la ganadería misionales para tratar de transformarlos en agricultores sedentarios y en gente “civilizada” según los valores y principios de la vida occidental.

Estos intentos de aculturación tuvieron escasos resultados. Los nativos reducidos protagonizaban rebeliones y levantamientos, a veces controlados por los soldados del presidio adjunto al complejo misional, o bien huían de los recintos administrados por los frailes. Esa situación se repitió una y otra vez a lo largo del siglo XVIII, obligando a los misioneros a deambular continuamente en busca de indígenas que aceptaran vivir bajo el régimen de reducción con el fin de justificar su presencia en el territorio de evangelización.

En la segunda mitad del siglo XVIII, los frailes del Colegio de Querétaro pretendieron evangelizar a los apaches lipanes, que desde tiempo atrás incursionaban en los territorios de Coahuila y Texas. Las misiones para apaches, caso de San Sabá y de los establecimientos misionales ubicados en el valle de San Joseph, duraron poco tiempo, pues terminaron siendo asaltadas e incendiadas por los comanches.

Ante la espiral de guerra y de violencia desencadenada en todo el septentrión, el gobierno borbónico trató de cambiar su política de ocupación a fines del siglo XVIII. En lugar de apoyarse en los tradicionales proyectos misionales, las autoridades virreinales prefirieron depositar su confianza en los soldados e impulsar la ofensiva militar a lo largo de la frontera de guerra con las tribus insumisas. En el año de 1768, el mariscal de campo marqués de Rubí, fue comisionado por el gobierno español a visitar la frontera septentrional. En su informe no sólo consideró inútiles los intentos de convertir a los apaches lipanes, sino que acusó a los vecinos de Coahuila de no estar preparados para defender sus propiedades, debido, según Rubí, “al sistema pacífico que se observa religiosamente en esta Gobernación”. En suma, aconsejó al virrey de levantar nuevas fortalezas en parajes estratégicos para la defensa de la Nueva Vizcaya y de Coahuila. Una de sus decisiones personales fue la supresión del presidio de San Sabá, que junto con el de San Antonio de Béjar y el de San Juan Bautista de Río Grande habían sido destinados a la protección de los complejos misionales administrados por los franciscanos del Colegio de Querétaro.

Así pues, a fines de los años sesenta del siglo XVIII, se estaba dando un cambio de actitud con respecto a los hasta ese momento considerados indios gentiles, merecedores de la salvación cristiana. Al menos los apaches eran catalogados de enemigos declarados de la Corona y se consideraba necesario erradicarlos o incluso exterminarlos, por constituir un obstáculo al avance colonial. Ese giro belicista fue introducido en el Reglamento de Presidios aprobado por Carlos III en 1772.

Pronto entendieron los prelados del Colegio de Querétaro la nueva estrategia gubernamental y, a partir de 1772, renunciaron al territorio de evangelización comprendido entre el área texana del río San Antonio y el área coahuilense de Río Grande. En un acto de entrega formal, con inventarios incluidos, cedieron los cuatro establecimientos misionales de San Antonio a los misioneros guadalupanos de Zacatecas, y San Juan Bautista y San Bernardo de Río Grande a los frailes de la provincia de Santiago de Jalisco.

Es necesario advertir que las dos misiones coahuilenses de Río Grande, San Juan Bautista y San Bernardo, habían estado bajo la administración del Colegio de Querétaro desde comienzos del siglo XVIII. Es decir, durante 72 años. Esos frailes decidieron emplear sus esfuerzos apostólicos en Sonora, en donde recibieron algunas de las antiguas misiones jesuitas abandonadas tras el decreto de expulsión de 1767.


Fuentes empleadas en la investigación
El presente trabajo se sitúa en el campo de la historia regional. Está basado en fuentes de archivo de primera mano, en fuentes primarias ya publicadas y en fuentes secundarias tanto estándares como nuevas. Algunos de los textos empleados, sobre todo las crónicas franciscanas, constituyen una rica fuente de información, pues son relatos hechos por los mismos protagonistas de la evangelización. Por lo general se ajustan a un modelo discursivo fijado en la tradición de la orden religiosa y el lector se ve obligado a discernir entre los aspectos narrativos derivados del modelo y los que refieren una situación histórica concreta. A favor del lector actúa la perspectiva temporal, pues permite detectar la importancia de ciertos hechos que casi pasaron desapercibidos al mismo cronista.

Muchos de los documentos franciscanos y civiles empleados en mi trabajo no han sido suficientemente utilizados por los historiadores. Sin embargo, constituyen una buena vía de acceso a las etapas formativas de la sociedad coahuilense. Me permito ponerlos a la disposición de otros investigadores. Entre los documentos referidos en el libro Mostrar la cruz y empuñar la espada figuran:
• 27 documentos procedentes del AGN, del AGEC y del ACSF de Celaya.
• He utilizado 19 documentos impresos, que son fuentes primarias recopiladas por otros autores.
• La bibliografía general comprende 136 libros, incluyendo algunas obras impresas en la época colonial, tales como las mencionadas crónicas franciscanas y los informes y reglamentos de las autoridades coloniales.
• Al lado de los estudios clásicos, de Vito Alessio Robles y de Herbert Bolton, figuran estudios actuales realizados por especialistas en historia regional; ente los autores citados en mi libro figuran Cecilia Sheridan, Carlos Manuel Valdés y Martha Rodríguez, todos ellos residentes en Saltillo.

Notas acerca del libro
Me permito compartir con ustedes algunas conclusiones obtenidas sobre el importante tema de la evangelización indígena, uno de los asuntos obligados de la historia de México. En Mostrar la cruz y empuñar la espada se destacan ciertas contradicciones en el proceso evangelizador originadas en el hecho de que los frailes se auxiliaron de militares al llevar a cabo sus tareas apostólicas.

La elección de las misiones del área coahuilense de Río Grande como objeto de un estudio histórico es muy justificada. Una vez establecido el complejo misional hacia el año 1700, se conformó un nuevo espacio poblacional y un puesto avanzado de carácter defensivo desde donde se realizaron múltiples entradas militares y evangelizadoras a Texas.


Entre los actores colectivos incluidos en Mostrar la cruz y empuñar la espada destacan los grupos de cazadores-recolectores que habitaban en la región, con su tenaz resistencia a la asimilación y a la pérdida de su identidad cultural.

Si bien algunos pueden considerar un tanto arriesgado haber tratado el proceso evangelizador desde una perspectiva indigenista, poco usual en este tipo de trabajos, a la vez resulta meritorio cuestionar anteriores versiones de la evangelización en que los misioneros únicamente eran presentados como héroes en busca del martirio en territorios de gentes consideradas bárbaras por los propios evangelizadores. Como he querido demostrar en este trabajo, los escasos resultados obtenidos habría que achacarlos, entre otras cosas, a los prejuicios culturales de los frailes y al desconocimiento del mundo indígena.

Se puede establecer que aun con ayuda militar o quizás por haber empleado la fuerza militar, el método evangelizador consistente en reducir a los antiguos indígenas de Coahuila en misiones produjo escasos resultados. Nunca se podrá saber con seguridad la autenticidad de las conversiones ya que los nativos eran obligados, con amenaza de castigos físicos, a asistir a la doctrina y a cumplir con los deberes cristianos.

De acuerdo a datos económicos comprobados, las misiones de Río Grande lograron superar el nivel de autosuficiencia alimentaria. Sin embargo, los frailes no propiciaron el desarrollo particular del nativo ni su incorporación a la sociedad colonial. Más bien, los misioneros se dedicaron a administrar los bienes comunes de la misión y a impulsar un tipo de trabajo colectivo y obligatorio supervisado por capataces.

Resulta concluyente que los nativos reducidos en misión no tuvieron la intención de convertirse al catolicismo, ni mucho menos de someterse a los designios de la Corona española, tal y como se contemplaba en las Leyes de Indias. Todo indica que los naturales buscaban un refugio temporal en el recinto misional y que, pasadas las situaciones de penuria o de guerra intertribal, huían para retornar a la vida nómada.

Cabe insertar la renuncia a las misiones de Río Grande y del río San Antonio en el contexto de la nueva política borbónica orientada a intervenir militarmente en la frontera septentrional en lugar del tradicional apoyo a los proyectos misionales.

Sin embargo, por más que los prelados del Colegio de Querétaro hayan tratado de justificar el abandono del territorio evangelizador del noreste con el conveniente argumento de concentrar sus esfuerzos apostólicos en Sonora, todo indica que la renuncia misional se debió al estado de guerra existente en la región propiciada por las incursiones de tribus ecuestres. Otra causa probable del abandono franciscano quizás haya sido la dificultad de encontrar nativos dispuestos a afrontar el riesgo de ser confinados en los recintos misionales.

Desde luego, corresponde a ustedes, como lectores, emitir un juicio acerca de las conclusiones obtenidas en Mostrar la cruz y empuñar la espada.

Les doy las gracias por su amable atención y aún les quedaré más agradecido si dedican un tiempo a leer este libro.

AgradecimientosQuiero agradecer al Gobierno del Estado su interés en la publicación del libro Mostrar la cruz y empuñar la espada.

Agradezco al profesor Rodolfo Navarrete, director general de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías del Estado, por iniciar el programa de publicaciones del año 2004 con un libro de historia. En la edición, corrección de estilo y diseño participó un equipo de trabajo integrado por el licenciado Jesús Guerra, la profesora Laura González, la licenciada Patricia Galindo y la licenciada Gloria González. Ellos analizaron y revisaron varias veces el texto hasta la impresión final. Muchas gracias a ese formidable equipo.

Gracias a las gestiones de la Sección 38 del SNTE pude estudiar un doctorado en Historia en la UAZ, presentar la tesis de grado y, finalmente, escribir este libro. Aprovecho la oportunidad para rendir tributo al gremio magisterial que tanto apoyo me ha otorgado.

Mi agradecimiento a todos los asistentes al evento. De manera especial a mi familia y a mi esposa. Con su ayuda y comprensión pude terminar este libro.

. . . . . . . . . . . . . . .


Mostrar la cruz y empuñar la espada. Apoyo militar a la evangelización indígena en el área coahuilense de Río Grande entre 1700 y 1772. Fernando Gracia García. Secretaría de Educación Pública / Dirección General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías. 2003. 244 págs.


[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]

sábado, 30 de enero de 2010

Mostrar la cruz y empuñar la espada. Presentación


Presentación del libro

Mostrar la cruz y empuñar la espada


Javier Villarreal Lozano

Agradezco a Fernando Gracia García la amable invitación a comentar su provocativo texto, editado por la Secretaría de Educación Pública de Coahuila a través de su Dirección General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías. Sin falsa modestia, estoy cierto que hay docenas de personas más capacitadas para hacer un comentario acerca del libro, pero el doctor Gracia García, haciendo honor a su apellido, me hizo la gracia de invitarme a mí. Él tomó el riesgo y en su salud lo hallará, como decían mis tías.

Mostrar la cruz y empuñar la espada. Apoyo militar a la evangelización indígena en el área coahuilense de Río Grande entre 1700 y 1772, es el resultado de concienzuda investigación inscrita en una sugerente línea historiográfica, cuya intención es hacer la relectura de los procesos de conquista y ocupación del noreste mexicano. Carlos Valdés Dávila, autor de La gente del mezquite; Martha Rodríguez y su Historia de resistencia y exterminio; Cecilia Sheridan, quien hace un par de años concluyó El yugo suave del Evangelio —para citar sólo tres—, han abordado el tema en sus distintas facetas, desde nuevas perspectivas y armados de los instrumentos de la historia científica.

La pregunta toral de ésta que me he atrevido a bautizar arbitrariamente “línea historiográfica”, es: ¿qué ocurrió en realidad con los nómadas que habitaban nuestro territorio a la llegada de los conquistadores? Esos pueblos ágrafos, vagamundos, carecieron hasta de la posibilidad de legarnos su visión, la visión de los vencidos, de la cual se ocupó magistralmente Miguel León Portilla al recuperar las historias de los indios del altiplano mexicano.

Gracia García, Valdés Dávila, Rodríguez y Sheridan intentan rescatar las voces perdidas, para reconstruir la visión de los vencidos de áridoamérica. En cierta manera, apoyados en documentos, estos investigadores prestan voz a los cazadores-recolectores, que la conquista y la colonización del noreste mexicano extinguieron, al menos como expresión cultural. La primera condición de la difícil tarea fue desmontar pieza por pieza las versiones de las crónicas religiosas —interpretaciones necesariamente unilaterales y no pocas veces hagiográficas—, y las aproximaciones épicas, a la manera de Carlos Pereyra, y sus retratos idealizados de aquellos “bárbaros gallardos”, que prefirieron la muerte en batalla antes de someterse al “látigo ignominioso” de la encomienda.

Gracia García enfocó su investigación a un punto neurálgico en la historia de la ocupación del territorio: los métodos evangelizadores utilizados por los franciscanos en las misiones septentrionales. En virtud de la precaución de los misioneros —jesuitas en Parras y La Laguna, franciscanos en el resto de Coahuila—, de registrar sus acciones evangelizadoras en anuas y crónicas, ambas órdenes disfrutan con lo que hoy llamaríamos “buena prensa”. Tan buena, que Vito Alessio Robles y Carlos Pereyra —no está claro quién fue el primero en bautizarlo así— no dudaron en llamar “fundador de Coahuila” a fray Juan Larios. En época más reciente, el inolvidable Agustín Churruca Peláez localizó en las anuas jesuitas material suficiente para afirmar que el verdadero y único fundador de Parras de la Fuente había sido el padre Juan Agustín Espinosa. Churruca llegó a negar la existencia del capitán Antón Martín de Zapata, a quien se tenía tradicionalmente como autor de la fundación.

Apenas ayer, charlando con el doctor Gracia García, nos deteníamos en cómo, don Vito Alessio Robles, en su monumental Coahuila y Texas en la época Colonial, sin llegar al extremo de poner en duda la existencia de Antonio Balcárcel Rivadeneyra y Sotomayor, representante del poder civil en buena parte de las incursiones misionales de fray Juan Larios, sí lo hace ocupar un desvaído segundo plano. Larios, protagonista principal, lo mismo en los textos de Alessio Robles, que en los de Carlos Pereyra y en los de Esteban L. Portillo, opaca y oculta la tenue figura de Antonio Balcárcel, cuyo papel debió ser más importante que el que le conceden los tres historiadores.

Aunque en Mostrar la cruz y empuñar la espada no llega a negar lo benéfico de la tarea misional de los franciscanos del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, el autor somete a escrutinio puntual el papel que desempeñaron en el área de Río Grande. Esto supuso la revisión exhaustiva de documentos disponibles en el Archivo General de la Nación, en el del Estado de Coahuila, en el del Convento de San Francisco de Celaya y en el Municipal de Saltillo, así como la lectura y análisis de una veintena de documentos impresos y una rica bibliografía compuesta por 135 títulos.

Don Alfonso Reyes, a quien causaba escozor cierto tipo de historiadores a los que calificaba de “amontonadores de datos”, estaría complacido por la forma elegida por Gracia García para abordar el espinoso tema. Sin la pretensión de ofrecer grandes revelaciones sino practicar un ejercicio de hermenéutica, llega a varias conclusiones, una de ellas toral: la entrada de la cruz en tierras septentrionales se acompañó siempre de la espada. Cruz y espada fue un binomio prácticamente indisoluble. Los soldados de Cristo marchaban codo a codo, no sin roces de por medio, con los soldados del rey.

El libro, reescrito a partir de una tesis doctoral, se abre con el recuento de los prejuicios culturales, religiosos y étnicos, que lastraban el bagaje intelectual de los conquistadores. Los misioneros no fueron ajenos a tales prejuicios cuyo fundamento era la teoría aristotélica de lo perfecto y lo imperfecto. Teoría que retoma Ginés de Sepúlveda en su Demócrates, el cual dio sustento filosófico al controvertido Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios. Afirma Sepúlveda: “...la ley divina y natural manda que lo más perfecto y poderoso domine sobre lo imperfecto y desigual”.

La idea sobre la imperfección de los indios justificó moralmente la conquista. Con el supuesto de su imperfección, la conquista se justificaba, dada la obligación de España de convertir —perfeccionar— a los naturales, mediante su asimilación al catolicismo. Bien vistas las cosas, la raíz del desencuentro de “perfectos” con “imperfectos” tenía su semilla en la incapacidad de los peninsulares, en particular, y los europeos, en general, para entender a los otros, los diferentes. La otredad de los indios incluía hasta costumbres que hoy nos parecen de lo más cotidiano e intrascendente. Hay en las Leyes de Burgos, decretadas a principios del siglo XVI, un artículo ahora risible donde se recomienda que los indios deberían ser persuadidos a abandonar sus diabólicas costumbres, “ni se bañen tan frecuentemente como hacen ahora, porque somos informados de que les hace mucho daño”.

Justificada moralmente la conquista, se dio por sentado que la obligación del rey y sus representantes políticos, militares y religiosos era el adoctrinamiento de los indios en la santa fe católica. Resulta difícil desde nuestra perspectiva comprender lo que representó para España el descubrimiento de América; ajustar la existencia de un nuevo continente no cristiano a las ideas religiosas de la época. El expediente, como bien lo señala Gracia García, fue culpar al demonio de la perversión de “los bárbaros”. “Lo que se opone sostiene”, solía decir don Jesús Reyes Heroles. Para el caso, el demonio fue muy útil como contraparte de la cruzada misional. Ya no se trataba de convertir a infieles colocados en ese estado por el desconocimiento de la verdadera religión, sino de arrancar a los indios de las garras de Satanás. La conquista espiritual adquiría de esta manera la categoría de cruzada, de guerra santa. Como tal, validaba prácticamente cualquier método, incluso la violencia. “Por ser incultos y bárbaros, que necesitan” como dice el padre Joseph de Acosta, “de fuera de armas para su reducción” (p. 110).

Dos siglos después de la promulgación de las Leyes de Burgos y de las primeras de Indias, los misioneros del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro aplicaban al pie de la letra las teorías de Ginés de Sepúlveda, Francisco de Vitoria y otros.

El segundo de los capítulos del libro provee de los antecedentes indispensables para volver comprensible el tema central: la evangelización franciscana en el área de Río Grande. Este capítulo arranca con la entrada de los conquistadores a Saltillo y sus alrededores, los intentos de asimilación de los guachichiles con ayuda de colonos tlaxcaltecas, la colonización y evangelización en el centro del hoy territorio de Coahuila y los problemas que dificultaron el proceso. A partir del tercer capítulo desmenuza las circunstancias en que se desenvolvió la vida en San Juan Bautista de Río Grande y San Bernardo, donde los naturales fueron “reducidos” para, a criterio de los misioneros, facilitar su catequización. La “reducción” debió de constituir un trauma para los cazadores-recolectores. Es bien sabido que el cambio cultural del nomadismo al sedentarismo requirió centurias, pues supone una transformación radical de usos y costumbres.

Se puede estar o no de acuerdo con la tesis de Gracia García, pero resulta indudable que su texto invita a la reflexión y enriquece nuestra visión del pasado. Por eso hay que leer Mostrar la cruz y empuñar la espada.

Muchas gracias.



CECUVAR, 4 de febrero de 2004


[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]