El murmullo de
las abejas
de Sofía Segovia
Maru Galindo
El murmullo de
las abejas es una historia familiar, la de los Morales Cortés y su descendencia; ellos,
originarios del noreste de México, de Linares, Nuevo León. Este es un relato
que se conforma de 100 partes, con un título cada una que da pie a la
narración; cada parte posee un narrador que, desde su perspectiva, describe de
una manera rigurosa, y ello da como resultado un relato conmovedor en donde el
tema determina el ritmo de la novela y la vida de esa familia. Se trata de una
obra que, como dice la contraportada del libro, da «una vuelta de tuerca al
realismo mágico».
Pudiera ser que el origen de esta historia se encuentre en un profundo
sentir, ese sentir que te dice que estás cercano a la muerte y que debes ir
cerrando círculos que por inmadurez dejaste abiertos. Es una reflexión profunda
sobre la vida y la trascendencia de nuestros afectos, contada con mesura y
devoción.
El sonido de las
chicharras y las abejas, que ahora se oye poco en la ciudad, me obliga a viajar
a mi niñez, aunque ya no pueda correr. Todavía busco con el olfato algún
indicio de lavanda y lo capto aun cuando sé que no es real. (p. 25.)
Sé muy bien que
son lecciones tardías, pero no estaba preparado para enseñarlas antes de hoy. (p.
476.)
El contexto en que se desarrolla la novela pertenece a la primera mitad
del siglo XX, poco después de la Revolución mexicana, en donde el caos aún
estaba presente. Es la época de Lázaro Cárdenas, de la Reforma Agraria, del
reparto de la tierra y la oposición de los hacendados a esa disposición
gubernamental. Cuando Simonopio nació no se imaginó que alguien lo tiraría
abajo de un puente y que su única compañía serían las abejas. Lo tiraron porque
era un bebé deforme y tal vez pensaron que era un castigo del Altísimo.
Había teorías de
todo tipo, pero la que más seducía la imaginación colectiva era la de que el
bebé pertenecía a alguna de las brujas de La Petaca, que como todos sabían eran
libres con sus favores de la carne y que, al resultarle un crío tan deforme y
extraño —castigo del Altísimo o del diablo, ¿quién sabe?—, lo había ido a tirar
bajo el puente para abandonarlo a la buena de Dios. (p. 10.)
Solo la nana Reja —la nana de los Morales— lo escuchó llorar, puesto que
antes pasaron junto al puente Lupita, la lavandera, y don Teodosio rumbo a su
trabajo quienes no se percataron del niño.
Fue un hecho insólito que la nana se levantara de su mecedora ya que ella
decidió sentarse un día y permanecer en ese sitio de la hacienda La Amistad,
inmutable. No veía con los ojos, veía con el corazón y las oleadas que el
viento le traía cuando ella se mecía. «Tantos años en la mecedora propiciaron
que la gente del pueblo se olvidara de su historia y de su humanidad: se había
convertido en parte del paisaje y echado raíces en la tierra sobre la que se
mecía». (p. 11.)
Así llegó Simonopio a la vida de los Morales, familia que contaba con dos
hijas hasta ese momento: Carmen y Consuelo, quienes vivían en Monterrey. «Mis
hermanas eran muy bonitas, en especial Carmen, pero no por accidente: se lo
heredaron a mi mamá que, a pesar de tener una hija en edad casadera, estaba
bien conservada». (p. 188.)
A Simonopio lo conoceremos a medida que se va desarrollando la historia. Es
un niño que posee atributos fuera de lo normal y que será un elemento
determinante en la vida de esa familia de la cual forma parte. Posee una vida
asombrosa ya que es un personaje que va desarrollando desde su corazón una
facultad de leer el bien y el mal en los otros. «La llegada de Simonopio a la
familia fue un suceso que nos marcó de forma irremediable. Un parteaguas
familiar. Más adelante se convirtió en la diferencia entre la vida y la muerte,
aunque no lo entendiéramos más que en una lejana retrospectiva». (p. 36.) «Siempre
había intuido, desde la más temprana infancia, que nada se interrumpe cuando se
apaga la luz, cuando se cierran los ojos y se duerme profundo. Nada se
interrumpe, lo que ha de suceder, sucederá sin la mínima consideración y sin
aviso». (p. 290.)
La familia Morales aceptó al recién nacido, así como a sus compañeras las
abejas, de una manera natural; no así uno de los peones de la hacienda, Anselmo
Espiricueta, quien desde el inicio dijo que ese engendro sólo traería
dificultades. Lo que no dijo es que él sería el protagonista de algunas
dificultades que marcarían a los protagonistas de la historia.
Las dificultades aparecieron: la cosecha de la guerra, la influenza
española, los bandoleros y las traiciones.
Llegaron por
ella ya que pasó la plaga, ya que se le regó lo necesario, ya que maduró, ya
que tierna y jugosa, la pizcaron bajo el sol candente de abril que a veces,
como ése, podía ser peor que el de julio. Llegaron por ella ya cuando estaba
hasta el último maíz en las cajas de madera y a punto de irse a los mercados
cercanos y lejanos.
—Es pa’l
ejército —le dijeron antes de darse la media vuelta». (p. 44.)
Y así la vida de los habitantes de Linares trascurrió con planes de
construcción del Casino Linares, las meriendas de las mujeres, la organización
del baile anual al que llegaban familias de abolengo de Saltillo, Monterrey,
Montemorelos y Hualahuises, y que desde hacía años suspendieron debido a la inseguridad
de los caminos y del movimiento armado. Pero todo esto se detuvo cuando
empezaron a morir los habitantes de Linares. Y luego el contagio de la
influenza española. «De ese dolor y de esas ausencias emanó tal vez el refrán
que recuerdo de mi infancia en Linares: Año del dieciocho, insalubre y
memorable, en que la influenza española ya se acababa Linares». (p. 100.)
De esta situación se desprenden muchas anécdotas chuscas como la de Lázaro
de Jesús García de quien se dice que resucitó.
“El joven padre Emigdio decretó, tras animarse a salir de la catedral,
que la vuelta a la vida de un parroquiano de Linares era una señal del perdón
de Dios, que tanto había castigado ya a la pobre comunidad…» (p. 79.)
Los agraristas convertidos en bandoleros, siempre a salto de mata, se
escondían entre los cerros y los hacendados se cuidaban de ellos puesto que los
primeros creían tener la justicia en sus manos. «Los agraristas se movían entre
los cerros cada una o dos noches para evadir a los rurales y se establecían
tranquilos a comer y a cantar sus canciones socialistas bajo las estrellas,
mientras planeaban despojar a aquellos que, con placidez, cual ovejas, dormían
sintiéndose seguros». (p. 307.)
La familia Morales nos participa de sus historias tristes y alegres, como
la de Mariano Cortés, padre de Beatriz, quien fuera ejecutado en Alta por haber
dado una cena al general Felipe Ángeles. «Según un testigo bien ubicado para
oír, lo habían acusado de fraternizar con el enemigo, por lo que se le
declaraba traidor a la patria y merecedor de la pena de muerte. De inmediato». (p.
62.)
Entonces cada vez que Beatriz pasaba en el ferrocarril rumbo a Monterrey
y se detenían en donde su padre fue ejecutado ella veía a su padre aparecer y
con temor esperaba algún ataque del ejército. Cuando Simonopio supo de esa
tristeza y miedo de ella, él le cambió la vida. Y de igual manera se la cambió
a Francisco Morales cuando le llevó los azahares que cambiaron la vocación de
la tierra en Linares. «—Fuiste caminando hasta Montemorelos, Simonopio. ¿Por el
monte? —no necesitó respuesta, porque lo sabía». (p. 247.) O cuando Beatriz
supo de su embarazo y que no era enfermedad o cansancio lo que la aquejaba,
sino que era una nueva vida que se anunciaba dentro de ella. Cuando ya había
casado a sus dos hijas la vida le sorprende de nuevo. «Pobre de mi mamá.
Imagínate. Sería madre otra vez, cuando al fin había hecho las paces con la
vida semiestéril que le había tocado». (p. 264.)
A partir de este momento la historia toma otro ritmo y nos toca leer el
desenlace en donde la teoría que Beatriz desarrolló al inicio de la historia abarca
el todo y lo trasciende. Finalmente, Beatriz aprendió «…a base de golpes en los
años de guerra y en los meses de contagio y muerte… que la vida no ofrecía
garantías, y que por más planes que uno hiciera eventos ajenos podían echarlos
a perder… Nada la haría cambiar de opinión: seguiría pensando que la vida no da
promesas». (p. 184.)
La autora nació en Monterrey. Estudió Comunicación en la Universidad de
Monterrey, pero pronto se dio cuenta que su pasión estaba en contar historias. El murmullo de las abejas es su segunda
novela, la primera se titula Noche de
huracán y fue publicada por en 2010 por Conarte.
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El
murmullo de las abejas. Sofía Segovia.
Lumen. 2015. 485 págs.
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