Publicar en la Red: el espejismo de lo virtual
Jesús de León
Estoy presenciando un fenómeno que me preocupa: encuentro cada vez una mayor resistencia para financiar la publicación de revistas “en soporte papel”, como se dice ahora, y una tendencia cada vez más marcada en transformarlas en publicaciones “virtuales” o blogs. Cualquiera diría, sin preocuparse mucho del asunto, que es una transición natural, motivada por el avance de las nuevas tecnologías de informática y comunicación. Entre las ventajas que los partidarios de la publicación en Internet encuentran, están una actualización muy rápida de los contenidos, un espacio virtualmente ilimitado, que permite publicar textos muy extensos y evita las restricciones que la edición y el diseño en papel imponían a los textos, una distribución instantánea a nivel global y hasta la posibilidad de evitar la censura y limitaciones impuestas por las leyes de cada país a la publicación en libro, revista o periódico.
Esto suena muy bien, pero toda esta argumentación tropieza, desde mi punto de vista, con la palabra “virtual”. Cualquiera que haya seguido con atención los avatares de la política o de los deportes, sabe que no es lo mismo un ganador virtual que un ganador real y oficialmente reconocido. Ya saben: del plato a la boca se cae la sopa y hasta el sistema. Después, la cosa se pone muy pelona. Disfrútenla.
A decir verdad, a mí no me convencen las realidades virtuales. Por muy cuero que esté lo que me pongan enfrente, si no es más que un holograma, no es más que pura jalada: porque ni a mamada llega. Perdónenme que dé la lata con mis achaques de nostálgico y anacrónico, pero todavía insisto en defender un rasgo muy despreciado por los fanáticos de la red: lo tangible. Acaso al escucharme muchos se miren unos a otros, se rasquen la cabeza y arruguen la nariz. “¿Lo tangible? ¿Pero qué carajos está chocheando este viejo?” Pues como el boxeador tuerto, interpretado por Morgan Freeman en Golpes del destino, yo todavía puedo darles pelea con el concepto de lo tangible. Hagan de cuenta que es la herradura que escondo dentro de mi guante para el knockout, porque es herradura de mula, no de caballo.
Antes del auge del Internet, las revistas, lo mismo que los periódicos, eran un factor importante de la vida pública: auténticos foros de expresión y espacios de debate. Todo aquel que quería hacerse de un nombre tenía que pasar la prueba de fuego de echarse a la bolsa al público, ganándose primero esos espacios y después defendiendo su permanencia a base de demostrar que tenía habilidad para la polémica, la deliberación y la argumentación, eso además de talento y oficio: su boleto de entrada. Escritor que no fuera un buen pugilista en la doxa, es decir en la opinión, quedaba relegado a los libros y se convertía en autor de minorías, aunque no necesariamente de élite, los otros se hacían de lectores fieles que seguían paso a paso sus apariciones en la prensa o esperaban ansiosos la aparición de un nuevo libro.
Se hablaba de Vasconcelos, de Reyes, de Valle-Arizpe, como si se tratara de líderes religiosos o políticos; del mismo modo, había quienes buscaban en los puestos de revistas el suplemento de La Cultura en México o Sábado o la Revista Mexicana de Cultura. Aquellos que compraban las revistas Plural, Proceso o Vuelta sabían que estas publicaciones eran, por decirlo de algún modo, el hogar de las opiniones de José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Gabriel Zaid, Octavio Paz y otros autores que eran vistos como voces autorizadas y confiables con respecto a temas de actualidad y relevancia. En síntesis: el criterio de lectura era por autor y por revista. El escritor podría arrogarse el privilegio de gozar del culto a la personalidad que ahora es propiedad exclusiva de políticos, cantantes y actores famosos. Si alguien piensa que lo que ha hecho el Internet es multiplicar y ampliar a niveles exponenciales los foros de expresión representados antes por la publicación en papel, yo estaría de acuerdo siempre y cuando se me permitiera agregar que no veo en esto una mejora, porque la publicación virtual ha cambiado imperceptible, pero drásticamente, los criterios de lectura y la circulación de las ideas.
La publicación en papel hacía que el discurso del escritor siguiera una evolución que enriquecía tanto al autor como a los lectores. El intercambio se daba a través de los periódicos y revistas —recuérdese para tal efecto aquellos artículos que escribía Jorge Ibargüengoitia basados en la copiosa correspondencia que recibía de los lectores de sus columnas en Excélsior. Había una influencia de las opiniones en la vida pública. Si algunos textos llegaban después a publicarse en forma de libro era porque habían probado su valor y permanencia. Al final, sobrevenía la inevitable etapa de institucionalización, en la cual fragmentos de aquellas obras pasaban a formar parte de libros de texto o se reunían, a manera de obras completas, en gruesos volúmenes que dormían el sueño de los justos en los acervos de las bibliotecas públicas. Para entonces ya habían circulado, despertado conciencias, cambiado mentalidades y hasta marcado épocas. La publicación virtual elimina, no de un plumazo, pero sí de un teclazo, este enriquecedor proceso.
¿Y cómo sucede esto? El Internet es como la Biblioteca de Babel borgeana: contiene todos los libros, todas las revistas, pero sin ningún criterio de selección ni orientación para quien desee consultarla. Tampoco existe una garantía de veracidad o fidelidad en lo que se publica. Todos son “editores” de lo que se sube a la red. Cualquiera que tenga una computadora o se meta a un cibercafé. Esto provoca una vertiginosa banalización del fenómeno de la lectura. No es posible distinguir lo bueno o lo malo de lo pésimo o la verdad de la mentira: todo es virtualmente cierto y realmente incierto.
Ustedes dirán: pero es que también las antiguas publicaciones en papel tienen ahora sus propios portales y blogs, con la ventaja de que si uno quiere obtener más información sobre un autor o tema, la propia revista te remite a su página de Internet. Insisto en objetar. Los parámetros de lectura se han alterado radicalmente: no leemos la revista o al autor. Rastreamos temas. Incluso cuando andamos buscando en la red a un autor determinado, él mismo es un tema y sus obras literarias son simples datos a consultar que nos remiten a otros datos relacionados que también se encuentran en la red. Esto lo sabe cualquiera que haya navegado en la red alguna vez. Empiezas buscando algo específico y terminas a la deriva, naufragando en un aluvión de datos que no tienen nada que ver con el tema inicial. A los únicos cibernautas que no les ocurre eso es a los visitantes de páginas porno: ésos van gozosamente de las nalgas a las chiches y viceversa (nunca se salen del tema).
Recapitulando: estamos presenciando un cambio en los criterios de lectura que inevitablemente saca al escritor de la vida pública y lo convierte en un ente fantasmal, de existencia al mismo tiempo llamativa y frágil. Cuando dependíamos de los libros y las revistas, el escritor como persona nos parecía inalcanzable, una figura remota en el tiempo y en el espacio, y no era importante que fuera un autor vivo o muerto, antiguo o moderno, nacional o extranjero; lo valioso era su mensaje, la relación sin duda entrañable que teníamos con sus libros: reciprocidad que podía alcanzar ribetes de intimidad o compañerismo.
Eso no ocurre ahora que la imagen del autor es fácilmente localizable y que sus palabras aparecen divulgadas, a veces con escandalosa torpeza, en páginas de la red; es decir, publicar en Internet se ha convertido en una novedosa forma de añadirle otro ladrillo a la torre de Babel. ¿Quién nos lee en la red? ¿Quién nos entiende? ¿Quién acusa recibo? Todos y nadie. Porque nunca estaremos seguros si la persona que introduce sus comentarios, después de leer el artículo, está firmando con su nombre o con un seudónimo o se limita a dar el correo electrónico que no sabemos si usa en exclusiva o lo comparte con alguien. Somos fantasmas hablando con fantasmas; pequeñas voces monologando adentro de una gigantesca mente colectiva totalmente esquizofrénica. Ya no vivimos en el mundo: somos uno de los tantos hilos de baba de la red. Qué actualidad y que abrumador impacto adquiere esta frase de Borges que pertenecía a un cuento fantástico y ahora parece hecha a la medida del horror —real o virtual— de nuestra incomunicación: “Tú que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?” ¿O prefieres que te ponga un emoticón?
Fue inevitable pensar en esto después de toparme con que han subido a la red la revista Lecturas de la Red de Bibliotecas Públicas del Estado de Coahuila. Tuve oportunidad de ver el blog y sus contenidos me parecieron irreprochables. De la revista impresa aparecieron siete números. Ahí se indicaba dónde encontrar las bibliotecas públicas de la región, se citaban las novedades que habían llegado a esos acervos, se enumeraban los servicios que brindan esos recintos; se presentaban listas de los libros más vendidos, se reseñaban algunos de los más importantes; se incluían notas informativas sobre eventos culturales; se recordaban efemérides relativas a escritores y, por si fuera poco, se entrevistaba a distinguidos intelectuales y hombres de letras para que explicaran cómo había sido su primer encuentro con los libros y exaltaran los beneficios otorgados por la lectura.
No pretendo ser apocalíptico ni mucho menos regionalista, simplemente opino que debemos mesurar nuestro entusiasmo con respecto a la aparición de las nuevas tecnologías y optar por una actitud más sensata y equilibrada. Por tanto propongo que se dé una sana, y en el fondo muy necesaria interacción entre las publicaciones virtuales y las publicaciones en papel. No se trata de que las primeras anulen a las segundas, sino de que unas y otras se complementen. Sinceramente no es cómodo quedarse sentado una hora o dos leyendo textos en la pantalla. Las publicaciones en papel siempre serán más manejables, además de que la información permanece en un soporte más duradero y menos inestable que el disco duro o la memoria USB.
Todo lo anterior me sirve para concluir con la siguiente petición: solicito de la manera más atenta que la revista Lecturas siga publicándose en papel, por lo menos para el consumo de sus lectores inmediatos, y dejar la página de Internet como medio de difusión para lectores más alejados en el tiempo y en el espacio y, por supuesto, como sitio para recibir correspondencia e intercambiar opiniones, porque las redes sociales nos han demostrado que para estos menesteres la red es bastante efectiva.
Claro que hay que distinguir entre el manejo de redes sociales a través de blogs, el chateo ordinario y happenings tales como youtube o los twitters, porque algunos consideran que se puede equiparar el intercambio virtual de opiniones con el chisme o el rumor que circulaban y siguen circulando de boca en boca. Esto se debe a que, aun en el caso del chat o de las payasadas que se suben a youtube, nos enfrentamos siempre con el fenómeno del cuasi anonimato que no es totalmente anónimo (como en el caso de las comunicaciones orales) y que exige el apoyo del lenguaje escrito o del discurso audiovisual. Apoyarse en tales recursos necesariamente cambia la intencionalidad del mensaje; es decir, queda excluida de la cadena de transmisión el factor humano por la sencilla razón de que el chisme podrá pasar de boca a oído, pero no de uno a cero: el código binario no lo permite. Las computadoras son malas emisarias de las pasiones humanas. ¿Acaso usted cree que de veras el signo de dos puntos al lado de un paréntesis que cierra representa una carita sonriente? Yo preferiría mejor que me lo dijeran en clave morse.
Espero que toda esta argumentación a favor de las publicaciones en papel deje en claro lo siguiente: un nuevo avance tecnológico no anula las tecnologías ya existentes, sólo se convierte en una alternativa más de solución de un problema. Y el que no me lo crea, trate de echar a andar su CPU con velas durante un apagón. A ver cómo le va.
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Texto leído por su autor en la presentación de este blog, en la Feria del Libro Saltillo 2009, el martes 6 de octubre.
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