El escritor y sus hábitos
Antonio Malacara Martínez
El poeta y dramaturgo inglés T. S. Eliot, escribió a lápiz todas sus obras (su esposa se encargaba de mecanografiar sus manuscritos), las cuales escribía cuando tenía algún tiempo disponible, pues por estrecheces económicas se vio obligado a trabajar en un banco y también a hacer labores editoriales. Eliot nunca se quejó de estas circunstancias, al contrario, afirmaba que esta situación lo había obligado a una mayor concentración.
Yeats decía que escribir es un oficio solitario y sedentario. Y así es. El caso de Katherine Anne Porter demuestra hasta qué grados de soledad se puede llegar. Curiosamente algunas de sus obras las escribió en México, en los años posrevolucionarios. Por lo general, para escribir, se iba a vivir al campo donde pasaba años enteros sin visitas, ni teléfono ni distracciones. Nada que interrumpiera su trabajo. Escribía de tres a cinco horas diarias; el resto del día lo dedicaba a pensar en lo que escribiría al día siguiente.
Aldous Huxley también prefería la mañana para escribir, pero continuaba un poco antes de la cena. Cuando se sentía decaer o atascar en lo que escribía optaba por ponerse a leer. Generalmente psicología o historia. Esto lo motivaba y lo inducía a continuar. En cambio para el humorista James Thurber el trabajo de escritor se reducía a pulir y pulir hasta que la obra pareciera escrita sin esfuerzo. Por lo general reescribía hasta siete veces el borrador del libro, lo que naturalmente le llevaba mucho tiempo. Pensaba que la primera o segunda versión siempre parece haber sido escrita por una criada, de ahí su obsesión por reescribir y pulir.
William Faulkner afirmó en una célebre entrevista, que todo lo que un escritor necesita es un poco de papel, whisky y tabaco, y que el mejor ambiente para escribir es indiscutiblemente un burdel por la mañana. Hay una tranquilidad y un silencio absolutos, y por las noches hay tanta actividad social que el escritor nunca se aburre. Por su parte, Willa Cather confesaba que le era imprescindible leer un pasaje de la Biblia antes de ponerse a escribir. No lo hacía por devoción, lo admitía, sino pura y simplemente para ponerse en contacto con la buena prosa.
El italiano Alberto Moravia, al igual que Thurber, revisaba el manuscrito innumerables veces. Su método, según decía, era similar al que empleaban los pintores de hace varios siglos, aplicando, por decirlo así, capa tras capa. Nunca tomaba apuntes, ni hacía planes o esbozos, simplemente escribía a partir de un recuerdo, una persona o una experiencia. La primera versión solía parecerle bastante burda, por lo que reescribía el texto tantas veces como era necesario.
En esto de los estímulos o hábitos a que recurren o acostumbran los escritores se encuentran cosas interesantes. Henry Miller, por ejemplo, siempre prefirió, aún durante sus tormentosos años en París, trabajar dos o tres horas en la mañana después del desayuno. Escribía directamente a máquina y a gran velocidad. Hemingway se motivaba afilando los veinte lápices que siempre tenía a su alcance. Escribía invariablemente de pie, en papel cebolla, y gustaba de contar y anotar el número de palabras que había escrito durante la jornada. A Norman Mailer se le facilita la tarea de escribir en un cuarto que tenga vista al mar. Detesta los jardines y prefiere ver barcos o lanchones.
Para Robert Graves era indispensable que en la habitación donde escribía sólo hubiera objetos y muebles hechos a mano. A ese grado llegaba su irritación contra la sociedad industrial. El ruso Vladimir Nabokov gustaba de escribir casi de madrugada. Escribía sobre fichas que copiaba, aumentaba y arreglaba gradualmente hasta convertirlos en novela. Antes de que perdiera totalmente la vista, Jorge Luis Borges se llegaba hasta la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Se presentaba bien entrada la tarde; dictaba cartas y poemas a su secretaria, quien los pasaba a máquina y después se los leía en voz alta. Borges iba haciendo las correcciones una y otra vez hasta quedar satisfecho con el resultado.
George Seferis, el poeta griego, acostumbraba escribir notas acerca del poema que pensaba crear. Lo que hacía con el objeto de no olvidar todas las cosas que deseaba incluir en él, tales como ideas, expresiones poéticas, declaraciones poéticas, etcétera. Notas que posteriormente le recordaban cierta atmósfera para el poema que, entre tanto, maduraba y construía mentalmente.
John Steinbeck solía escribir una página diaria. Se acondicionaba psicológicamente; nunca pensaba si iba a terminar el libro algún día. Simplemente escribía. Cuando llegaba a lo que consideraba el fin, entonces procedía a reescribir capítulos enteros o corregía escenas que no resultaban de su agrado. Los diálogos siempre los leía en voz alta a medida que los escribía. Así, confesaba, obtenía el sonido del diálogo. Escribía a lápiz, siempre que éstos fueran redondos, pues los hexagonales le lastimaban los dedos. Por su parte, Thomas Mann hacía honor a su ascendencia alemana. Era exageradamente disciplinado en su trabajo; escribía invariablemente todos los días de nueve a una. En cambio, el inglés Anthony Burgess, como Mauriac, prefería la tarde. Afirmaba que a esa hora encontraba más silencio (“hasta los perros duermen a esas horas”, decía). Comía poco, y encontraba que su mente estaba más receptiva a esas alturas, así que trabajaba hasta el anochecer. John Updike escribe por las mañanas. Tiene la manía de tomar constantes notas, esté donde esté. Curiosamente, una de sus novelas, bastante descarnada, la planeó totalmente en la iglesia.
Mario Vargas Llosa confiesa ser totalmente rutinario en sus hábitos. Por lo menos mientras aún vivía en Perú, se levantaba a las 7.15 de la mañana. Corría durante treinta minutos por los alrededores de su casa en Lima. Desayunaba, leía los periódicos, y para los 8.30 estaba ya frente a su mesa de trabajo. La mitad de la jornada la empleaba en escribir directamente a máquina; la otra mitad en corregir. Por la tarde —es muy probable que siga siendo así— sólo toma notas y jamás escribe por las noches. Tiene la manía de escribir sus notas en cuadernos de pasta roja y hojas rayadas horizontalmente, los cuales adquiere regularmente en Londres.
La novelista española Rosa Chacel, aún pasados los 85 años de edad, se levantaba invariablemente a las siete de la mañana, y una hora más tarde ya se encontraba trabajando. A media mañana interrumpía su tarea para tomar un café y fumarse una pipa. Le era indiferente que a su alrededor hubiera ruidos o silencio, poseía una gran concentración cuando escribía. No acostumbraba tomar notas. “Todo lo retengo en la cabeza”, decía, “porque tengo una excelente memoria y jamás he apuntado cosas por la calle”.
Otro escritor que estaba acostumbrado al ruido era el cubano Guillermo Cabrera Infante. Ello se debe tal vez a que gran parte de su vida transcurrió en innumerables redacciones de periódicos. Gustaba de escribir directamente a máquina, porque consideraba que era la fórmula que mejor le permitía ver un adelanto de la impresión. Confesó que para escribir una historia sólo necesitaba tener el título. “Con el título”, afirmaba, “yo tengo una novela condensada. En dos palabras se pueden contener todas las sugerencias del mundo. Por ejemplo, mi última novela, que por cierto es la primera que escribo directamente en inglés, el título se me ocurrió de repente: Puro humo. Y ahí está toda una historia pop del puro, el cine y los comediantes”.
El también desaparecido Truman Capote declaraba ser un escritor completamente horizontal. Confesaba que no podía pensar a menos que estuviera acostado, ya fuera en la cama o en un diván, y con cigarrillos y café a la mano. Por la tarde, cambiaba el café por el té, y más tarde éste por el jerez. Por último, prefería los martinis. Escribía la primera versión a mano, a lápiz. Después hacía una revisión completa también a lápiz. Se consideraba un estilista, y era proclive a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Esta obsesión le irritaba sobremanera, por el tiempo que en ello perdía. Tenía varias supersticiones que lo perturbaban, según se lo dijo hace años a la periodista Pati Hili. Una de ellas era la de no iniciar ni concluir nada en día viernes. Curiosamente, y esto ha pasado desapercibido, murió precisamente un viernes.
Antonio Malacara Martínez
El poeta y dramaturgo inglés T. S. Eliot, escribió a lápiz todas sus obras (su esposa se encargaba de mecanografiar sus manuscritos), las cuales escribía cuando tenía algún tiempo disponible, pues por estrecheces económicas se vio obligado a trabajar en un banco y también a hacer labores editoriales. Eliot nunca se quejó de estas circunstancias, al contrario, afirmaba que esta situación lo había obligado a una mayor concentración.
Yeats decía que escribir es un oficio solitario y sedentario. Y así es. El caso de Katherine Anne Porter demuestra hasta qué grados de soledad se puede llegar. Curiosamente algunas de sus obras las escribió en México, en los años posrevolucionarios. Por lo general, para escribir, se iba a vivir al campo donde pasaba años enteros sin visitas, ni teléfono ni distracciones. Nada que interrumpiera su trabajo. Escribía de tres a cinco horas diarias; el resto del día lo dedicaba a pensar en lo que escribiría al día siguiente.
Aldous Huxley también prefería la mañana para escribir, pero continuaba un poco antes de la cena. Cuando se sentía decaer o atascar en lo que escribía optaba por ponerse a leer. Generalmente psicología o historia. Esto lo motivaba y lo inducía a continuar. En cambio para el humorista James Thurber el trabajo de escritor se reducía a pulir y pulir hasta que la obra pareciera escrita sin esfuerzo. Por lo general reescribía hasta siete veces el borrador del libro, lo que naturalmente le llevaba mucho tiempo. Pensaba que la primera o segunda versión siempre parece haber sido escrita por una criada, de ahí su obsesión por reescribir y pulir.
William Faulkner afirmó en una célebre entrevista, que todo lo que un escritor necesita es un poco de papel, whisky y tabaco, y que el mejor ambiente para escribir es indiscutiblemente un burdel por la mañana. Hay una tranquilidad y un silencio absolutos, y por las noches hay tanta actividad social que el escritor nunca se aburre. Por su parte, Willa Cather confesaba que le era imprescindible leer un pasaje de la Biblia antes de ponerse a escribir. No lo hacía por devoción, lo admitía, sino pura y simplemente para ponerse en contacto con la buena prosa.
El italiano Alberto Moravia, al igual que Thurber, revisaba el manuscrito innumerables veces. Su método, según decía, era similar al que empleaban los pintores de hace varios siglos, aplicando, por decirlo así, capa tras capa. Nunca tomaba apuntes, ni hacía planes o esbozos, simplemente escribía a partir de un recuerdo, una persona o una experiencia. La primera versión solía parecerle bastante burda, por lo que reescribía el texto tantas veces como era necesario.
En esto de los estímulos o hábitos a que recurren o acostumbran los escritores se encuentran cosas interesantes. Henry Miller, por ejemplo, siempre prefirió, aún durante sus tormentosos años en París, trabajar dos o tres horas en la mañana después del desayuno. Escribía directamente a máquina y a gran velocidad. Hemingway se motivaba afilando los veinte lápices que siempre tenía a su alcance. Escribía invariablemente de pie, en papel cebolla, y gustaba de contar y anotar el número de palabras que había escrito durante la jornada. A Norman Mailer se le facilita la tarea de escribir en un cuarto que tenga vista al mar. Detesta los jardines y prefiere ver barcos o lanchones.
Para Robert Graves era indispensable que en la habitación donde escribía sólo hubiera objetos y muebles hechos a mano. A ese grado llegaba su irritación contra la sociedad industrial. El ruso Vladimir Nabokov gustaba de escribir casi de madrugada. Escribía sobre fichas que copiaba, aumentaba y arreglaba gradualmente hasta convertirlos en novela. Antes de que perdiera totalmente la vista, Jorge Luis Borges se llegaba hasta la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Se presentaba bien entrada la tarde; dictaba cartas y poemas a su secretaria, quien los pasaba a máquina y después se los leía en voz alta. Borges iba haciendo las correcciones una y otra vez hasta quedar satisfecho con el resultado.
George Seferis, el poeta griego, acostumbraba escribir notas acerca del poema que pensaba crear. Lo que hacía con el objeto de no olvidar todas las cosas que deseaba incluir en él, tales como ideas, expresiones poéticas, declaraciones poéticas, etcétera. Notas que posteriormente le recordaban cierta atmósfera para el poema que, entre tanto, maduraba y construía mentalmente.
John Steinbeck solía escribir una página diaria. Se acondicionaba psicológicamente; nunca pensaba si iba a terminar el libro algún día. Simplemente escribía. Cuando llegaba a lo que consideraba el fin, entonces procedía a reescribir capítulos enteros o corregía escenas que no resultaban de su agrado. Los diálogos siempre los leía en voz alta a medida que los escribía. Así, confesaba, obtenía el sonido del diálogo. Escribía a lápiz, siempre que éstos fueran redondos, pues los hexagonales le lastimaban los dedos. Por su parte, Thomas Mann hacía honor a su ascendencia alemana. Era exageradamente disciplinado en su trabajo; escribía invariablemente todos los días de nueve a una. En cambio, el inglés Anthony Burgess, como Mauriac, prefería la tarde. Afirmaba que a esa hora encontraba más silencio (“hasta los perros duermen a esas horas”, decía). Comía poco, y encontraba que su mente estaba más receptiva a esas alturas, así que trabajaba hasta el anochecer. John Updike escribe por las mañanas. Tiene la manía de tomar constantes notas, esté donde esté. Curiosamente, una de sus novelas, bastante descarnada, la planeó totalmente en la iglesia.
Mario Vargas Llosa confiesa ser totalmente rutinario en sus hábitos. Por lo menos mientras aún vivía en Perú, se levantaba a las 7.15 de la mañana. Corría durante treinta minutos por los alrededores de su casa en Lima. Desayunaba, leía los periódicos, y para los 8.30 estaba ya frente a su mesa de trabajo. La mitad de la jornada la empleaba en escribir directamente a máquina; la otra mitad en corregir. Por la tarde —es muy probable que siga siendo así— sólo toma notas y jamás escribe por las noches. Tiene la manía de escribir sus notas en cuadernos de pasta roja y hojas rayadas horizontalmente, los cuales adquiere regularmente en Londres.
La novelista española Rosa Chacel, aún pasados los 85 años de edad, se levantaba invariablemente a las siete de la mañana, y una hora más tarde ya se encontraba trabajando. A media mañana interrumpía su tarea para tomar un café y fumarse una pipa. Le era indiferente que a su alrededor hubiera ruidos o silencio, poseía una gran concentración cuando escribía. No acostumbraba tomar notas. “Todo lo retengo en la cabeza”, decía, “porque tengo una excelente memoria y jamás he apuntado cosas por la calle”.
Otro escritor que estaba acostumbrado al ruido era el cubano Guillermo Cabrera Infante. Ello se debe tal vez a que gran parte de su vida transcurrió en innumerables redacciones de periódicos. Gustaba de escribir directamente a máquina, porque consideraba que era la fórmula que mejor le permitía ver un adelanto de la impresión. Confesó que para escribir una historia sólo necesitaba tener el título. “Con el título”, afirmaba, “yo tengo una novela condensada. En dos palabras se pueden contener todas las sugerencias del mundo. Por ejemplo, mi última novela, que por cierto es la primera que escribo directamente en inglés, el título se me ocurrió de repente: Puro humo. Y ahí está toda una historia pop del puro, el cine y los comediantes”.
El también desaparecido Truman Capote declaraba ser un escritor completamente horizontal. Confesaba que no podía pensar a menos que estuviera acostado, ya fuera en la cama o en un diván, y con cigarrillos y café a la mano. Por la tarde, cambiaba el café por el té, y más tarde éste por el jerez. Por último, prefería los martinis. Escribía la primera versión a mano, a lápiz. Después hacía una revisión completa también a lápiz. Se consideraba un estilista, y era proclive a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Esta obsesión le irritaba sobremanera, por el tiempo que en ello perdía. Tenía varias supersticiones que lo perturbaban, según se lo dijo hace años a la periodista Pati Hili. Una de ellas era la de no iniciar ni concluir nada en día viernes. Curiosamente, y esto ha pasado desapercibido, murió precisamente un viernes.
[Lecturas 3. Enero-mayo de 2004]
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